Ishpiming - En el cielo

787 160 92
                                    

Mi súbita confesión tuvo como consecuencia que Desagondensta no me importunara lo más mínimo durante el resto del camino. Lo descubría tratándome con cierta dulzura, la cual a veces juzgaba como ilusoria, mirándome con ojos distintos. Sin embargo, yo no tenía necesidad alguna de incidir en mi historia pasada en Montreal o en la naturaleza de mis sentimientos. Él tampoco insistió en ello.

Los días se sucedieron con monotonía. Avanzábamos por la profundidad del bosque, sobre todo a lo largo de la noche, y ya ni siquiera se molestaban en ofrecernos conversación. El vientre de Jeanne estaba cada vez más hinchado y no soportaba las travesías como antaño. No nos permitían hablar entre nosotras y yo solo pedía a los cielos que cuidaran de ella.

Arribamos al improvisado campamento del marqués una noche primaveral. Llovía a cántaros, tanto que los cascos de los caballos se hundían en el lodo hasta un palmo y ralentizaban la marcha. Jeanne tiritaba sobre el corcel, a pesar de que su compañero mohawk la tapaba como podía con sus mantones. En todas aquellas horas compartidas por ambos, el hombre de ruda apariencia y parca comunicación había terminado por cogerle cariño a mi hermana. Cuidaba de ella a su manera, desde cierta distancia, pero había observado que le reservaba las pieles más suaves y se encargaba de llenarle la cantimplora y recolectar manzanas en secreto para ofrecérselas.

— Recuerda: mantén la boca cerrada — siseó Desagondensta.

Yo asentí e inspiré. Lentamente fuimos acercándonos a un grupo de tiendas de color blanco, más grandes y cuadradas que los tipis que yo había visto, y las hogueras me recordaron que estábamos a punto de ser entregadas a nuestra suerte. Se había acabado el tiempo.

— Haz llamar al marqués — ordenó el teniente a uno de los soldados que nos dio la bienvenida. Rápidamente salió a correprisa —. Bajad a las prisioneras.

Con miramiento, el mohawk ayudó a mi hermana a bajar y le tendió su brazo para que se apoyara. Por el contrario, yo no corrí tanta suerte: Desagondensta llegó al suelo de un salto y tiró de las cuerdas de mis muñecas para hacerme descender. Sin embargo, lo hizo con tal brusquedad que me caí de bruces al barro.

— Con cuidado, salvaje — se quejó el teniente sin demasiado agravio.

— Descuide, sabe levantarse.

En efecto, sabía. La ira me burbujeaba en los puños. El fango me había manchado todo el vestido y la cara. Me la limpié como pude y me puse de pie. Humillada y muerta de miedo, le escupí con todas mis fuerzas.

— ¡Eres un desgraciado!

La bofetada de Desagondensta resonó en la infinitud de los árboles.

— ¡Basta! — clamó una voz masculina — ¡¿Qué demonios ocurre aquí?!

Indignado, un hombre de baja estatura y lustrada peluca blanca llegó hasta a nosotros en dos zancadas, sin importarle los charcos, y alejó a Desagondensta de un manotazo. Vestía el uniforme rojo y dorado del ejército británico y un pañuelo de seda blanco anudado al cuello de volantes. Dos lacayos aparecieron tras él en milésimas de segundo.

— ¡Apártese de ella!

El marqués de Ailesbury, de intensos ojos azules, clarísimos como el agua del río, me agarró de la muñeca y tiró de mí.

— ¡Explíquenme qué demonios ocurre aquí!

Torpe, el teniente bajó del caballo y necesitó unos segundos para dejar de balbucear y articular las palabras correctamente. Le explicó cómo nos habían encontrado y la recuperación del mensaje por parte de Desagondensta. Éste estaba profundamente callado, pero yo sabía que estaba controlándome en todo momento.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora