Gibaakwa'odiiwigamig - La prisión

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Sin una respuesta clara de Justine, Henry Samuel Johnson y yo dejamos la herrería atrás. El señor Auguste nos despidió desde la puerta con cierta congoja, tal vez porque era conocedor de nuestros planes y se apiadaba de nuestras ilusiones por esclarecer los hechos. No íbamos a darnos por vencidos tan fácilmente.

— Debería ir a visitar a su hermana en el cuartel. No es buena idea que camine conmigo demasiado tiempo — me sugirió echando la vista atrás. Era un hombre muy reservado, consciente de que su fama distaba de ser plácida, aunque desconocía por qué.

— ¿Adónde va a dirigirse ahora? — le susurré.

— No obtendremos nada si no interrogamos a más personas. No confío en que Justine nos ayude cuando llegue el momento. Debo platicar con algunos conversos. Preferiría que no me acompañara..., son zonas crudas.

Me lo quedé mirando, pensativa.

— Le seguiré allá donde vaya.


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Tuve que taparme la nariz con el almidonado pañuelo que Étienne me había entregado y siempre llevaba encima al recibir los desagradables olores de la parte más pobre de Quebec. Las callejuelas fueron estrechándose, oscureciéndose, y los zapatos resbalaban por el suelo empedrado, húmedo de restos de heces y líquidos que preferí no identificar. La inmundicia se agolpaba en cada rincón, en las puertas de las viviendas de madera que parecían estar a punto de desmoronarse. Junto a las esquinas improvisadas, ya alejados de las murallas que separaban la ciudad que había conocido hasta el momento, mujeres desmadejadas se apoyaban en los cantos, solicitando la atención de los que pasaban. Me quedé estupefacta al ver cómo se levantaban los vestidos hasta las pantorrillas, enseñando las piernas raquíticas y la ropa interior, con sonrisas cariñosas y provocadoras. No llevaban abrigos, mas no parecían estar pasando frío. El escote de sus corpiños era tan pronunciado que se acercaba más a la desnudez que al cubrimiento. Con las uñas sucias, se arreglaban el cabello desaliñado como podían, maquilladas hasta el extremo como muñequitas de porcelana.

— No las mire así, se ofenderán. Son trabajadoras honestas — me tomó del brazo Henry Samuel Johnson.

Quise confesarle que era la primera vez que veía con mis propios ojos a una meretriz. Muchas de ellas podían haber sido yo. Algunas eran jóvenes, otras bien entradas en años; unas blancas, otras indígenas. En aquel burdel improvisado vivían los más necesitados. Casi a sus pies, los niños corrían descalzos sobre la nieve. Me escandalizó la miseria que existía, oculta en el esplendor de una colonia que hacía oídos sordos.

— ¿Cómo te encuentras hoy, Henry? — lo saludó una de ellas con voz melosa.

— No tengo tiempo, Perle. Me requieren asuntos importantes — la apartó un poco con caballerosidad.

Sorprendida porque él conociera tan bien a aquella mujer, la oteé. Era alta, con las mejillas enrojecidas por el frío y el caballo castaño oscuro. Su aspecto era cetrino, pero deduje que no sería mayor que Antoine. Bajé la vista, avergonzada, cuando ella captó mi mirada.

— ¿A qué viene tanta prisa? — le acarició el rostro. Tenía un acento francés muy marcado —. ¿Quién es esta jovencita rica que te acompaña? Se manchará las enaguas si camina por aquí — se echó a reír. Yo enrojecí.

— Es una amiga de Thomas Turner — se limitó a decir, volviéndola a apartar —. Tengo un día de perros, Perle, no tientes a la suerte. ¿Dónde está Charme?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora