Maamawi - Juntas

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Fingí que dormía, con los párpados tan apretados que sentí que la cabeza me estallaría, hasta que Jeanne salió de mi habitación de puntillas. En el instante en el que escuché la puerta cerrarse tras ella, me tumbé boca arriba y dejé escapar una excelsa bocanada de aire. Pude haber encendido el candelabro, pero prefería permanecer en la oscuridad. Así era más fácil. Me ayudaba a reprimir las lágrimas al darme cuenta de que, una vez más, me había comportado como una ilusa. Entrecerré los ojos y me pregunté si estaba siendo injusta. "No puedes pedirle a Jeanne que acepte a Namid con todas las consecuencias", me reprendí. Mi hermana aprobaría que me relacionara con los indígenas, hasta un límite. Sí, existía un límite, una barrera incorpórea que nadie podía tocar, pero tampoco cruzar. Estaba ahí. Yo podía verla. Vivía suspendida en el origen de las personas, en el color de la piel. Dos mundos distantes nos separaban. A pesar de que estuviéramos uno al lado del otro, la cinta nunca se cortaría. No podía pedirle a Jeanne que aceptara que el joven que bailaba con las estrellas me cogiera de la mano o me susurrara lisonjas.

A decir verdad, yo tampoco debía de haberlo aceptado.

¿Qué era lo que yo sentía por Namid? No lo sabía, pero estaba segura de que estaba prohibido. ¿Podía albergar sentimientos por un salvaje? Éramos incapaces de comunicarnos. Sin embargo, ¿Jeanne no se había unido en matrimonio con Antoine sin apenas conocerlo? ¿Cuántas parejas se formaban sin un consenso de caracteres y afectos? Suerte gozaba la mujer que no acababa abocada a una relación sin amor, basada en cuentas y títulos. No obstante, ¿hospedaba yo amor por él en mi corazón? ¿Qué era el amor?

"El amor significa querer al otro con todas sus virtudes y defectos, es aceptar a la persona tal y como es, sin reservas", había dicho Jeanne. ¿Lo estimaba yo de aquella forma? ¿Qué estaba dispuesta a poner en peligro? ¿Qué me estaba ocurriendo?

Catherine Olivier. Esa era yo. Una joven francesa de catorce años. Buena familia. Humilde pero digna dote. Blanca. Con una reputación. ¿En qué demonios estaba pensando? Podía echar a perder mi honra para siempre y condenarme a una existencia llena de vergüenza para mí y mi familia. Me enterraría en vida. Por él. Por Namid. ¿Por qué?

Confundida y angustiada, saqué el cuerpo de entre las sábanas y me senté sobre el borde del colchón. Medité sobre mi valía en el mundo. Solo residía en las apariencias, en la decencia de mis decisiones, en el rechazo al escándalo. Siempre había sido así y lo seguiría siendo. Aquella era la manera en la que mi mundo funcionaba. Aquel era el recorrido de mi cinta. Namid no podía estar incluido en él. Ni sus ojos. Ni sus manos. Ni su voz. Tenía de seguir el plan que había sido ideado para mí desde el nacimiento. ¿Quién era la niña que veía tras de mí en el espejo? La que debía de ser. Lo que nacía fuera de aquellos barrotes..., necesitaba convencerme de que no era real.

Con su recuerdo en los labios, me levanté y fui hasta la butaca. Continuaba al lado del ventanal por el que él me había hecho llegar aquellas piedras. Avancé en la penumbra sin reparo, guiándome con el rastro de la luna en el tejado, y observé la belleza de la noche durante unos segundos. Alargué los dedos hacia la izquierda y recibí el tacto de la piel de Namid entre ellos. "No puedo pedirles que me permitan amarlo", repetí. La acerqué a mi rostro y su olor a flores silvestres y humo me inundó las fosas nasales. "No puedes permitirte amarlo", reprimí las lágrimas.

Seguiría siendo su amiga, mantendría mi promesa de protegerlos, pero nada más. Acallaría mi interior hasta que regresara el sentido común. Él desaparecería de mí, se iría, como lo hacemos todos tarde o temprano. El amor, si era realmente lo que yo estaba experimentado, también podía morir. Nada era capaz de sobrevivir al deceso. Nada volaba más allá de la muerte.

Anduve de nuevo hasta la cama y envolví mi cuerpo con su piel. Era mi despedida. "Solo por esta noche", susurré en mi interior. Quería atesorar su aroma en un rincón secreto de mi alma donde jamás nadie pudiera reclamarlo.

Debía de decirle adiós.


‡‡‡‡


Me desperté con luz del sol persiguiéndome la sien. Entraba en un torrente matutino por las cortinas descubiertas que llegó antes de que Florentine acudiera a mis aposentos. Me froté los ojos molestos y el tacto de la piel ojibwa de Namid bailoteó en mi barbilla al hacerme un ovillo. La acaricié con la palma abierta, como si él estuviera ocupando el hueco vacío que había dejado Jeanne al marcharse a su habitación. La noche ya había terminado. Aquella mañana iniciaba mi despedida. Mi corazón ya estaba construyendo un helado muro alrededor, no había vuelta atrás. "Es por tu bien", me dije; sin embargo, aunque era mi voz, no era yo la que estaba hablando.

Florentine entró con puntualidad y me halló sobre la cama, holgazaneando entre las mantas. Notaba muchísimo frío en el cuarto, como si las temperaturas hubieran descendido repentinamente en cuestión de horas, y agradecí no tener que bañarme aquel día.

— Buenos y bonitos días, señorita. ¿Cómo se encuentra? ¿Ha dormido bien?

— Buenos días, Florentine — bostecé.

— La veo un poco remolona esta mañana — se rió, sentándose a los pies de la cama —. ¿Está cansada?

— Es el frío — volví a frotarme los ojos.

— Oh sí, el frío — asintió, posando la vista en la ventana — Nevará pronto. Comenzarán las heladas. El invierno aquí es duro. Procuraré ponerle más brasas a partir de esta noche.

Francia sufría muchas lluvias y había visto nevar un par de veces, pero nuestros tíos ya nos habían advertido que, en el caso de Nueva Francia, era algo extremo. Cada año morían familias a decenas por el frío. Te cuarteaba la piel, enrojeciéndola, y era difícil salir de las viviendas al haber tantos centímetros de nieve en todas partes. Los animales debían de estar a resguardo y hacer acopio de víveres durante los meses de noviembre, diciembre y enero.

— ¿Es cierto que la luz desaparece después del mediodía? ¬— le pregunté. Me lo había contado Antoine.

— Sí, es cierto. Pero aún quedan alrededor de seis semanas para que eso empiece a ocurrir. Los días se vuelven muy cortos en Quebec durante el invierno.

— Tendremos mucho tiempo libre para nuestras lecciones... — suspiré, sentándome sobre la cama.

— Me volveré una mujer letrada como el señor antes de que llegue la primavera — bromeó, haciéndome reír. Me miró fijamente y se acercó, bajando el tono —. ¿Ocurrió algo ayer con el joven indígena y su hermana? ¿Cómo se llamaba? Discúlpeme, tengo una pésima memoria para los nombres.

En ocasiones, cuando observaba a Florentine sin que ella se diera cuenta, la veía mirar por la ventana con melancolía. Se consideraba inferior que el resto, no solo porque se dedicara a la servidumbre de familias acomodadas, sino porque no poseía confianza en sí misma. Lo había descubierto al poco de conocerla. Nos parecíamos en aquel rasgo, por eso me había sido sencillo descubrirlo. En esos ojos nostálgicos que ahogaban un suspiro, Florentine se lamentaba de no haber sido más. Vivía con arrepentimientos. Había imaginado su vida de tantas formas distintas..., pero todas las tardes debía de enfrentarse a los trapos y el abrillantamiento de copas. Ella hubiera brillado, yo lo sabía; hubiera brillado si hubiera nacido en el sitio correcto, con los progenitores correctos, con el apellido correcto. Sin embargo, para mí resplandecía como el astro que había interrumpido mi sueño. Florentine me comprendía, se preocupaba por mis amigos indígenas, y le dediqué una mirada cargada de cariño.

— ¿Por qué me mira así? — se extrañó.

La quería y me lancé a ella para abrazarla. No me importaba que fuera una criada, para mí era una igual. Me gustó su olor a pan recién hecho y jabón. Ella se quedó quieta, pasmada con mi muestra de afecto, hasta que me rodeó con sus brazos y me besó la frente mientras permanecíamos así, juntas.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora