Aanjise - Ella cambia

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A medida que Thomas Turner me hablaba sobre los distintos tipos de pieles y fingía interés, la estela de la confesión pisaba mis talones. Oculté mi rostro en la vasija de té y analicé mis posibilidades: si le contaba lo que había sucedido la noche anterior, existía el riesgo de que también le hiciera saber lo ocurrido en el bosque; por otra parte, si no lo hacía, me convertiría en una mentirosa, traicionaría la confianza de todos los que me rodeaban y encubriría a un indio. "El engaño convierte a una persona respetable en una marioneta de su propios demonios", decía mi padre. Sus palabras me taladraban. Yo no era una embustera. Tampoco quería morir a manos de un salvaje por mi propia idiotez. Pero algo había cambiado: no estaba tomando decisiones en base a mí, buscaba no ponerle en peligro a él. Me repugnaba darme cuenta de que pensaba aquello.

- Señorita, alguien ha dejado esto en la entrada.

Florentine dejó sobre la mesa, al lado de las pastas de anís que me hacían la boca agua, una suerte de bolsita de piel anudada con una cuerda. Era pequeña, cabía en la palma de la mano. Thomas Turner parecía más ofendido por la interrupción que interesado por aquel paquete rudimentario.

- ¿Esperaba correspondencia? Debe de ser un regalo del señor Clément. – dijo, impaciente por continuar con sus lecciones.

Hoy no era el día en el que llegaba el correo.

- Deben de haberlo dejado muy temprano. Estaba junto al portón cuando nos hemos despertado. He preguntado a todos los miembros del servicio, por si alguien lo había extraviado, pero nadie sabe de qué se trata. – me explicó Florentine.

- Espere un momento. – se alertó Thomas Turner. – Hoy no traen el correo.

Antes de que pudiera cogerlo, me lo arrebató. La nuca empezó a sudarme: temí lo peor. "Estás delirando", intenté tranquilizarme.

- Déjeme ver. – lo examinó. – Esto es piel tratada por indios. – se puso pálido.

- ¿Qu—qué? – balbuceó Florentine.

La cicatriz de su labio regresó con la fuerza de un sol desértico. "No. No. No. No puede ser", negué. Thomas Turner estaba demasiado ocupado estudiando los detalles del tejido para reparar en la palidez de mi rostro. Si me hubiera mirado en aquel momento, habría descubierto de inmediato nuestro secreto. No podía compartir confidencias con un indígena. El malnacido había vuelto al amanecer para dejar aquello en mi puerta. Podía llegar a mí con facilidad, el mensaje estaba claro.

- Esta perfección en el tratamiento de la piel solo puede ser obra de un ojibwa. ¿Cómo diantres ha llegado esto a su puerta? ¿Dice que nadie ha visto al mensajero? – Florentine ratificó con la cabeza, nerviosa. – Pero..., es imposible.

Como si yo pudiera rebatirle aquella imposibilidad, buscó mi mirada. Me encontró con la cara gacha y no la elevé. Estaba asustada, pero por razones que ninguno de los dos alcanzaba a comprender, y eso jugó a mi favor.

- El señor Clément no tiene ningún trato con los indios, ¿por qué dejarían esto en su puerta? – me ignoró. Una niña como yo no podía tener nada que ver con aquella tribu de nombre impronunciable. — ¿Han venido indios por aquí últimamente? – le preguntó a Florentine.

- No, de ningún modo. – respondió.

- Señorita Catherine, ¿sabe algo sobre esta broma de mal gusto? – se dirigió a mí súbitamente.

- ¿Yo? – no me salió casi la voz, nerviosa. – En absoluto.

Si hubiera percibido que Thomas Turner sospechaba de mí, habría dicho la verdad, pero me había preguntado por cortesía. Los asuntos de Antoine o de la organización de la casa no me concernían, así que si tenía algún asunto con los salvajes, yo sería la última en enterarme. Además, prefería ver el contenido de la bolsita antes de precipitarme en acusaciones. Estaba convirtiéndome en una embustera por culpa de aquel indio. Sentía unas ganas tremendas de abofetearle, aunque me costara la muerte. Me generaba emociones violentas que no había experimentado hasta aquel momento.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora