- No me toques. – escupí las palabras.
Frenó a escasos centímetros de mí y volvió a fruncir el ceño, como si quisiera comprender mi lengua. Divisé duda, me parecía verle meditar sobre qué hacer, como si no quisiera hacerme daño. Era un salvaje. Rememorar ese detalle me hizo rechazar la mano que me tendió y echar a correr hacia el bosque. Mis movimientos no estaban orquestados por la lógica, sino por el miedo, por la necesidad de supervivencia. Las piedras escondidas sobre el terreno herían la planta de mis pies descalzos, pero no interrumpieron mi marcha. Corrí hasta hacerme daño en las piernas, hasta que sentí que los pulmones me ardían. No miré atrás.
A los pocos minutos, me adentré en el bosque y rodé por el suelo al tropezarme con el saliente de un árbol. Jadeé, dolorida, al notar mi rodilla sangrando. Tenía todo los rizos cubiertos de hojas y tierra y la muñeca empezaba a hincharse. Con la respiración tan acelerada como la de un caballo desbocado, me senté sobre la tierra. Cuando encontré mi centro, reprimí las ganas de llorar, ya que solo me fatigarían más, y me apoyé en el tronco de aquel imponente árbol que había provocado mi caída. Quise desaparecer en el momento en que advertí lo mala idea que había sido dirigirme hacia el bosque: había corrido sin dirección, por lo que no sabría trazar el camino de vuelta a casa hasta que amaneciera. Todo a mi alrededor estaba tan oscuro que la ceguera y la sombra de los abetos provocaron que me hiciera un ovillo y cerrara los ojos, muerta de miedo. El viento, al mecerse entre las ramificaciones, silbaba con lobreguez. Escuchaba miles de susurros acosándome. Sola en la noche, estallé en un llanto vergonzoso.
No tuve demasiado tiempo para lamentaciones: oí movimiento entre la maleza. Me incorporé con presteza. ¿Qué criatura aparecía esta vez? Creí que el corazón me fallaría. El tronar de un animal acercándose era ineludible. No era una liebre..., era algo más grande y peligroso. Si no me movía, terminaría encontrándome. Cojeando, eché a correr como pude hacia la dirección que juzgué que sería la salida. El animal apremió su paso, persiguiéndome. Aceleré, pero no me quedaban casi fuerzas. La saliva seca de mi garganta subía y bajaba, produciéndome náuseas, y la rodilla herida exigía un descanso. Lo tenía a escasos metros, orgulloso de su captura. A punto de rendirme, una mano me agarró por el brazo y tiró de mí con brusquedad, arrastrándome hacia la densidad de los árboles. Otra mano me tomó de la cintura y unos dedos fuertes se hundieron en mi carne, sobre la fina camisola de dormir, y me empujaron hacia el suelo. Mientras caía junto a aquel desconocido, tomé una bocanada de aire agresivo e intenté volver a gritar pidiendo auxilio, pero la sombra que se agolpaba tras mi espalda se apresuró en taparme la boca con mayor aspereza de la que estaba acostumbrada a recibir. Cuando quise zafarme, me encontré sobre el lodo, cubierta por matorrales, abruptamente inmovilizada por un extraño. Sin parar de moverme, di varias patadas al aire y alcé la vista por encima de mi cabeza. El tiempo se detuvo cuando distinguí la tez amarronada de aquel indio. Me había seguido. Unos serios ojos rasgados se hundieron en los míos y acallaron cualquier intento de volver a alzar la voz en búsqueda de auxilio. En aquellas pupilas, leí una orden de silencio absoluto que obedecí, deteniendo las ansias libertadoras de mis extremidades. El indígena no cesó de cubrir mi boca, pero empleó la mano que tenía libre para llevarse dos dedos a los labios, pidiéndome en un gesto que mantuviera la calma y no hiciera ningún ruido. Yo no podía dejar de mirarle, era la primera vez que veía a un salvaje tan de cerca, tanto que podía sentir el ritmo de la respiración de mi captor golpeando mi espalda. Parecía joven, quizá de la edad de Jeanne, pero no podía decirlo con certeza, ya que la mayor parte de su cara estaba cubierta con pinturas geométricas de tono rojizo. Su gesto anguloso provocaba que una parte de su rostro estuviera en penumbra y la otra fuera bañada por la luz de las estrellas. Bajo aquel juego de resplandores y sombras, la ancha frente sudorosa lideraba el contorno de una nariz aguileña, larga y recta, como la de los halcones de los manuales de fauna de mi padre, que dividía dos extendidas cejas, oscuras y densas, en consonancia con las pestañas, extendidas hacia delante en un dardo envenenado. La señal de su cicatriz deformaba sutilmente un labio superior que parecía haber estado dibujado con la misma habilidad certera que el resto de su aspecto, pero que ahora se elevaba un poco hacia los orificios nasales, con el arco triangular que coronaba la boca partido hacia un lateral.
Él captó mi mirada curiosa y me observó. Su cuerpo, situado prácticamente encima del mío, emanaba calidez. Mi espalda sentía las cuentas de los abalorios de su pecho como las hebras de un corsé. Estábamos tan cerca, yo con el rostro totalmente girado hacia atrás, hacia aquel desconocido, y él devolviéndome la mirada, que su barbilla hubiera podido rozar mi cuello. Respiraba hacia afuera, con agresividad, humedeciéndole la mano que impedía liberar mi boca, mientras que él resoplaba y resoplaba, conteniendo su fatiga dentro de sí y provocando que su abdomen, que también resoplaba, llamara a mis vértebras. Me miró directamente y yo tragué saliva. Tenía los ojos algo separados, pero eran almendrados. Los había visto bien la primera vez. Eran almendrados como una media luna con la sonrisa caída. Mas no eran negros como ya había supuesto, sino áureos, de un color miel transparente e irreal. Me miraron con el ceño fruncido, entornándose con concentración. Estaba buscando en mi interior. No supe qué, pero sí que lo estaba haciendo. Y no parecía gustarle. Cerré los párpados y giré el cuello al frente, escondiéndome en la hierba. No obstante, tras mi reacción, me destapó los labios sin decir ni una sola palabra. Quise gritar, pero él me había dado aquella oportunidad para demostrarle que podía mantener la boca cerrada hasta que el peligro pasara. Levanté un poco la nariz para averiguar qué había estado a punto de matarme: era un reno, esplendoroso, con la cornamenta afilada. Estaba olisqueando los matorrales, buscándome. Aquel animal me habría partido en dos. Volví a tragar saliva. Mi salvador, si es que lo podía llamar así, permanecía totalmente quieto, como un cadáver, reteniéndome con el peso de su figura, sin desenfundar su arco. Ambos sabíamos que el reno terminaría esfumándose si no nos movíamos. Pero, ¿por cuánto tiempo debíamos de permanecer así? Sin darme cuenta, levanté más la barbilla, descubriéndome. Fue entonces cuando me agarró con mayor potencia de la cintura y tiró de mí hacia él. Nuestros cuerpos colisionaron, casi fundidos en uno de los abrazos que Jeanne me proporcionaba cuando dormíamos juntas, con su cara encarando mi nuca, y sentí la textura de su ropa sobre el camisón. La frialdad de la hoja de un acero se incrustó en la parte baja de mi espalda. La confinidad que existía entre ambos hizo que me revolviera, alarmada, pero él volvió a inmovilizarme en un abrir y cerrar de ojos, envolviendo mi cuerpecito entre sus brazos cerrados. Emitió una especie de gruñido, justo donde acababa el lóbulo de mi oreja y surgían los pómulos, enmudeciéndome al instante. Me estaba regañando por moverme, casi había mostrado nuestro escondite.
Retuve los sollozos que humedecieron mis ojos: solo deseaba volver a casa. Cuando un par de lágrimas bajaron hasta mojar sus antebrazos, noté cómo todo él se contraía. Automáticamente, aflojó su agarre y sus manos se tornaron delicadas. Me trajo recuerdos de Jeanne y eso me produjo escalofríos. Aquellas manos no perseguían dañarme. No podía ser. Era imposible. Sufrí un espasmo despavorido cuando comenzó a susurrarme al oído. Me removí y solo conseguí que me apretara más contra él. El ritmo de mi llanto aumentó, pero él continuó susurrándome. No entendía ni una sola palabra, pero hablaba con calma, casi con religiosidad, como lo había hecho con aquella liebre muerta. Parecía ser inmune a mi histeria. Estaba luchando por tranquilizarme. Su voz entró en mi subconsciente, tan próxima que su aliento calentaba las cavidades de los rizos de mi cuello. Me estremecí entera. Su voz sonaba como un canto lejano, como una nana pausada y mimosa. Era áspera, pero inusitadamente dulce. Me olvidé del reno, de la oscuridad de la noche que nos engullía, y su voz me meció hasta que las lágrimas cesaron sin que yo me diera cuenta y dejé de resistirme. Me hallé a salvo de manera inexplicable.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...