Gagiinawishki - Él miente

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Celebramos una pequeña misa en honor al difunto bebé en la capilla de Cornwall. Antoine y Jeanne no se separaban el uno del otro, pero el arquitecto estaba tan serio, tan apagado, que hubiera podido cortar las velas del refectorio con las líneas tensas de su mandíbula. Étienne no me soltó la mano durante toda la ceremonia, incluso me secó las lágrimas con el bajo de su camisa blanca, pero yo estaba tan lejos que sentía mis pies levitar por encima de las arcadas de medio punto. La joven pareja no solo estaba despidiéndose de su hija, sino de todas las demás. Jeanne era infértil, siempre lo sería.

Tras la eucaristía, Antoine propuso que cenáramos juntos en la posada de Sully. Debíamos acordar los planes del viaje a Montreal, una verdad ya a gritos. Jeanne no tardó en excusarse y pedir permiso para dormitar en la intimidad de su habitación. Era entendible que lo último de lo que le apetecía conversar fuera de regresos y carromatos. Nadie objetó y los tres miembros restantes nos sentamos en una mesa alejada. Era pronto y la gran mayoría de pescadores no habían terminado su jornada laboral, por lo que no había tanto ruido como en las anteriores ocasiones. Ellos pidieron vino y yo me conformé con aquel jerez dulce. Antoine estaba sumamente taciturno, como en trance.

— ¿Cómo permitieron que una mujer encinta fuera tratada con tanta crueldad? — masculló mientras esperábamos la comida.

Jeanne le había contado lo sucedido, sin embargo, ella estuvo inconsciente la mayor parte. Dudaba respecto a compartir o no con él los detalles más escabrosos. Concluí que no era necesario, habían sufrido suficiente.

— Los soldados ingleses son conocidos por sus pocos escrúpulos — añadió Étienne.

— Y los franceses también — rebatí con cierta rabia contenida. Todos eran igual de culpables, igual de victimarios. Ante mi comentario, los dos me miraron —. ¿No fueron soldados franceses los que metieron la carta en el bolsillo de mi vestido?

La expresión de Antoine se descompuso y sospeché por un momento que ignoraba aquel hecho.

— ¿Qué has dicho? — me miró fijamente.

— La carta — repetí —. ¿No escribisteis una carta para el gobernador de Montreal?

— Sí, pero...

Me costaba creer que él hubiera sido el artífice de aquella artimaña tan cobarde.

— ¿Quién ordenó que la escondieran en mi ropa sin permiso?

— ¿Cómo es posible? — dijo, pálido —. La escribimos pero..., ¡era misión de los soldados llevarla encima! ¡Jamás hubiera permitido que os usaran de esa forma!

— ¡Pues desobedecieron tus órdenes! — le grité. No era el momento más adecuado para tratarle con brusquedad, pero aquella maldita carta había sido la razón de nuestro secuestro y, por consiguiente, de todas las demás desgracias —. ¡Confesaron que la tenía yo y nos retuvieron en contra de nuestra voluntad! ¡¿Nadie pensó que viajar con aquel importante mensaje podría ponernos en peligro?!

El elevado tono de mi voz puso en alerta a todos los clientes de la taberna. En la barra, una de las camareras me observó con cautela.

— Catherine... — comandó calma Étienne, reteniéndome por la muñeca.

— Thibault y yo pensamos que..., ¡era urgente! ¡Debían cargarla los soldados! ¡Le ordené que...!

De pronto se calló totalmente, como si hubiera recordado algo importante, y su rostro se contrajo con incredulidad.

— No puede ser...

— ¿Qué? — se asustó Étienne.

— Es todo culpa mía..., no puedo creerlo... — hundió la cabeza entre las manos —. Yo..., cuando supe que habíais llegado por sorpresa al fuerte, escogí a dos soldados jóvenes para que os acompañaran y les expliqué qué misión debían de llevar a cabo. Pero..., Thibault no estuvo de acuerdo..., sugirió que fuerais vosotras las que escondierais el mensaje porque nadie sospecharía de dos damas francesas adineradas. Como no podía ser de otra forma, objeté y le advertí de la sandez que representaba aquella idea. ¡Era un disparate! Tras hacerlo, él estuvo totalmente de acuerdo conmigo, me dijo que había sido una estupidez pensarlo. No volvimos a hablar el tema y os fuisteis a las pocas horas. ¡Yo me encargué personalmente de entregarles la carta a los soldados! ¿Cómo es posible que...?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora