Gaganoonidiwag - Ellos conversan

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Dieron sepultura al cadáver no muy lejos de donde nos encontrábamos. Lívida, aterrada, sin poder moverme, recé por aquel soldado con la mandíbula apretada. No creía en ningún dios, había renegado de ellos meses atrás, pero sí en el cielo. Era la única esperanza que los mortales teníamos para luchar por el bien y no por el mal. Pedí que las nubes, las estrellas o quien estuviera allá arriba, lo acogieran en su seno y velaran por su alma. La muerte me pisaba los talones y me pregunté si la deuda estaría saldada.

— Permaneced en silencio y quietecitas.

Aquel hombre desató mis cuerdas y me sentó de un golpetazo al lado de Jeanne, volviéndome a maniatar a continuación, aunque esta vez solo por la cintura. Con los brazos liberados, abracé a mi hermana sin pudor alguno. Las dos rompimos a llorar copiosamente.

— Catherine..., mi pajarito... — sollozó, abatida.

— Todo saldrá bien..., yo...

No podía ni hablar. Solo deseaba hundirme en su pecho y no soltarla nunca. Debíamos de permanecer unidas, pasara lo que pasara. El indígena nos observaba desde cierta distancia con la mirada vacía. Era como si sintiera compasión, como si en cierto modo no buscara hacernos daño.

— ¿Estás herida?, ¿qué te duele? — le interrogué, palpándole la cara.

— Lo siento... — balbuceaba sin sentido —. Yo...

Jeanne se culpaba por habernos traído hasta el fuerte. Sin embargo, nadie éramos responsables.

— Tenemos que curarte el corte de la frente, tiene muy mala pinta — le toqué el profundo tajo con delicadeza. Ella reaccionó con dolor —. ¿Cómo está el bebé? — susurré. No quería que me escucharan.

— Bi-bien... Se mueve...

"Gracias", suspiré.

— Catherine... — me miró —. Ponte mi camisa..., llevo dos..., por favor...

Continuaba llevando el pecho totalmente descubierto porque me había negado a ponerme la manta de aquel indio. De cuando en cuando, ellos me miraban con cierto recelo, pero yo me obligaba a pensar que sólo era un trozo de carne y que no cedería.

— Silencio — la detuvo el jefe —. Si no desea ponerse mi mantón, no llevará nada.

Lo escudriñé con dureza. Era orgulloso, como yo. Sin romper el contacto visual, empleé las manos para hacerme un nudo con los extremos rotos de la parte central de mi camisa y conseguí taparme la mayor parte de zonas indecentes.

— No necesito tu mantón.

Él endureció el gesto y, a pesar de que esperé una bofetada o algo peor, se quedó callado, estudiándome con vehemencia. Finalmente, al ver que yo no titubeaba, dio la vuelta y se sentó junto a sus compañeros. Dos de ellos habían regresado de caza y estaban cocinando liebres en la hoguera. El estómago me rugía e intenté centrar todas mis atenciones en Jeanne. Temblaba aunque la noche fuera calurosa.

— Necesitas descansar — fue lo único que pude decir. Mi mente trabajaba a toda velocidad, ideando posibles planes de huida que acababan siendo inútiles. El cuchillo que me había regalado Inola y el fusil de Étienne estaban en el carruaje, o en lo que quedaba de él, y si no nos soltaban, jamás podríamos liberarnos. Nos llevarían ante aquel marqués, ¿y entonces qué?

— ¿Quién avisará de nuestro secuestro? — murmuró ella. Parecía haber envejecido una década.

Eran demasiadas preguntas sin respuesta.

— Correrá la voz. Antoine organizará una partida para salvarnos.

Aquello era lo que quería creer. ¿Se cumpliría?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora