Entré en casa como si un fantasma estuviera persiguiéndome, poco afectada porque Florentine me descubriera llorando. Prácticamente había saltado del carruaje en marcha para encerrarme en aquel palacio de cristal donde las niñas no podían sollozar. A correprisa, me dispuse a subir los escalones rumbo a la planta superior y una voz familiar me paralizó.
— Cariño, ¿a qué vienen esas prisas? — me preguntó Jeanne —. No aguantaba estar lejos de ti por más días, ¡hemos regresado antes de lo previsto!
El alma se me fue a los pies y dejé caer el vestido al suelo. "No. No ahora", maldije. No tenía fuerzas para mirarla. Destaparía todo lo ocurrido. ¿Por qué gozaba de tanta mala suerte?
— ¿Cariño? ¿Te encuentras bien? ¿Estás llorando?
Carecía de tiempo para conseguir fingir que no estaba disgustada y Jeanne se aproximó a mí con necesidad. Antoine y la propia Florentine no tardaron en salir del salón, alertados por lo que habían escuchado.
— Cariño, ¿qué ocurre? — me exigió agarrándome del brazo agarrotado.
— ¡Señorita! — exclamó mi criada, rodeándome.
Me sentía apabullada, asfixiada por su afán de saber, y el estómago me dio un ligero pinchazo por enésima vez. Las emociones no viajaban al mismo ritmo que los pensamientos y Antoine se aproximó, preocupado.
— ¿Ha sucedido algo en la lección de clavicordio? — intentó sonsacarme Florentine —. Diga algo, por favor.
Si les contaba lo que realmente había pasado, Namid dejaría de ser un secreto. Y si dejaba de ser un secreto, ya no podría volver a verlo. Tampoco a Wenonah. Anhelaba por encima de todo poder permanecer en la fantasía de mis días como reina de aquella casa, donde no tenía que preocuparme de mis responsabilidades. Pero de eso se trataba: era una fantasía. Y las fantasías se acaban. Yo misma me lo había buscado. Sin embargo, la seguridad de mis amigos indígenas era más importante.
— Necesito estar sola. No me encuentro muy bien — dije con voz pesada.
— Pero...
Me zafé de ellas y agarré el vestido del suelo. Subí los escalones de dos en dos, presa de un enojo que amenazaba con estrangularme, y a pesar de que Antoine intentó detenerla, Jeanne me siguió hasta mi habitación y tiró de mi muñeca para ponernos de frente con violencia. En sus ojos había una estela de turbación y enfado. Yo solo quería que me dejaran en paz, pero comprendía que necesitaban respuestas.
— ¡Detente de una vez! — elevó el tono, impidiéndome el movimiento —. ¿Puedes decirme qué ha ocurrido? ¡Maldita sea!
— Querida... — apareció Antoine junto a Florentine.
— No puedes entrar de esas formas a casa y pretender que te ignore deliberadamente — me dijo Jeanne, seria —. ¿Te han tratado los clérigos mal? Dime.
"A mí no", respondí para mis adentros. Las lágrimas volvían a caerme de forma compulsiva y estrujé el vestido hasta que los dedos me temblaron de la fuerza infligida.
— ¡Catherine! — se desesperó.
Harta de todo lo que me rodeaba y con el peso de la impotencia bajo mis pies, grité tan alto que la intensidad de mi propia voz me asombró:
— ¡Tú no lo entiendes!
Jeanne paró en seco, atónita. Todos enmudecieron, mirándome. Yo estallé en un llanto más atormentado y ya no pude parar.
— ¡Es solo una niña inocente! — extraje todo el dolor —. ¡No son esclavos!
— ¡¿De qué estás hablando?! — contraatacó Jeanne, confusa.
— ¡¡Ellos son mis amigos!!
Mi hermana pretendió añadir algo, pero se quedó con la boca medio abierta. Para ella estaba hablando en gritos inconexos y Antoine la agarró por detrás. El arquitecto estaba mirándome con consternación.
— Los indios... — comprendió en un susurro.
— ¿Qué? — se inquietó Jeanne —. ¿Los salvajes?
Antes de que pudiera responder, Antoine la alejó de mí por la cintura y le pidió que mantuviera la calma. Ella intentó resistirse, pero él insistió en que debía de dejarme a solas por el momento. La dura mirada que me clavó mi hermana hirió todavía más mi sensible corazón.
— Tráigale un té, Florentine — ordenó Antoine —. Te dejaremos a solas, Catherine, pero esta conversación aún no ha terminado.
Aún aturdidos por lo sucedido, desaparecieron de mi cuarto y yo me dejé caer a la alfombra de rodillas. El vestido descendió conmigo y oculté el rostro entre las manos.
¿Por qué tuvieron que enviarme a un sitio como este?
¿Por qué, de entre todos, tenían que ser ellos?
¿Por qué todas las personas que acaba apreciando debían de alejarse de mí?
‡‡‡‡
Seguía en la misma posición, sobre el suelo, abrazando el centenario vestido, cuando Florentine entró con la bandeja del té. Las mejillas me ardían de tanto llorar, pero ya no me quedaban lágrimas que derramar. Ella me escudriñó con cautela; la penumbra poblaba sus cicatrices. Se acercó y no tardó en ponerse de rodillas. Dejó la bandeja sobre el suelo y alargó los brazos hacia mí. Recibí sus caricias sin apartarla.
— Mi niña... — recorrió mi rostro —. Mi dulce niña...
Me hundí en el abrazo que me proporcionó y dejé que me acariciara el cabello. Extrañaba tanto a mi madre que pesaba en los huesos.
— ¿Está más tranquila? — me susurró con cariño —. Nos hemos asustado mucho... Dígame, ¿qué le ha ocasionado tal disgusto? Sabe que puede confiar en mí.
Estuve a punto de confesar todo, pero un tremendo golpe me contrajo el vientre.
— Señorita, ¿está bien? — se alarmó al ver cómo me encogía sobre mí misma en un quejido.
— Me duele mucho... — jadeé.
Llevaba muchos días cargando con aquellas molestias, pero en aquel momento fue casi insoportable. Notaba el estómago revuelto, encogido en certeras punzadas, y comencé a asustarme.
— ¡Señorito Clément! — pidió ayuda, levantándose —. ¡Señorito Clément! ¡Necesitamos un médico!
Dejé ir otro quejido y me llevé las manos al ombligo. El corsé me impedía respirar correctamente y aprisionaba la dolencia. De pronto, sentí cómo una presión se liberaba por la ingle y me humedecía las medias claras.
Era sangre.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...