La felicidad, al contrario de lo que pensé durante la mayor parte de mi dilatada vida, no es un destino ni un culmen, sino un conjunto de instantes fugaces que pasan desapercibidos y sólo son recuperados en la senectud por medio de la enfermiza nostalgia. La felicidad es un sentimiento inexplicable, irreductible a las barreras del lenguaje, y se fragua en la memoria del dolor. Así fue mi último día de paz junto a Namid.
Hablar sobre la inminente marcha hacia el peligro era como romper aquel encantamiento. Ninguno de los dos nos atrevimos a quebrantarlo, en un intento de que durara más. Pasamos el día en el bosque, jugueteando entre la hierba húmeda, entrelazando nuestras piernas. Su nariz rozaba la mía del mismo modo que lo haría un duende travieso, al igual que sus labios. Existían rincones que únicamente podían descubrirse con la boca. Y las horas pasaron y pasaron, puramente en un silencio acunado por la naturaleza que nos rodeaba. Namid y yo conseguíamos comunicarnos con los ojos, a través de una media sonrisa tímida, de una peca en el cuello o de una herida en los dedos. El mundo hubiera cabido en el ínfimo hueco que separaba ambos cuerpos.
— Temo que te desvanecerás tras la niebla — susurró, acariciándome el cabello. Todo mi ser respondía que jamás lo haría y él continuaba diciendo—: No, tú nunca desaparecerías así. Lo harías a la luz del sol.
— ¿Por qué te atormentas con esos pensamientos?
— Porque tú eres una águila dorada. Estás destinada a volar sin rumbo hacia el ocaso.
Su enigmática contestación me dejó pensativa. No era la primera vez que me llamaban de aquel modo.
— Pero yo no quiero que lo hagas. Egoístamente. Aunque sepa que estés predestinada a caminar entre las nubes.
Fruncí el ceño y Namid me besó tiernamente en los labios.
— Caminaré por donde tú camines — murmuré.
— He soñado con la tragedia — dijo de pronto. Sus pupilas estaban directamente clavadas en las mías y una parte de mí supo que no estaba mintiéndome —. Nuestros senderos se separarán, tarde o temprano. Los dos estamos marcados por el hálito de la muerte.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y recordé a mi sobrina. Tensa, me incorporé, alejándome un poco.
— ¿Qué me estás queriendo decir?
— Tú también las has tenido — musitó, serio —. Pesadillas.
En efecto, las había tenido durante semanas. No me había atrevido a admitirlas, pero habían sucedido. De cuando en cuando, me despertaba entre sudores e imágenes de cadáveres, fuego y humo. En ocasiones, me veía, casi como una espectadora, con las manos nuevamente manchadas de sangre o sobre la cubierta de un barco, sola.
— Me estás asustando.
— ¿No es cierto? — insistió —. ¿Qué has visto?
Aparté la vista y respondí:
— Nada de lo que anhele hablar.
Suavemente, Namid posó sus labios sobre el límite de mi barbilla. Me resistía a creer que lo había encontrado para volverlo a perder. Sus caricias me hicieron cosquillas y sonreí levemente.
— Deberías sonreír más — me miró con aquellos ojos frágiles —. Brillas como las primeras flores.
Me sonrojé y le golpeé. Mis costumbres dictaminaban que aquellos comentarios eran los propios de los aduladores, de los hambrientos hombres de los que tan lejos debía estar, mas Namid, como sus cumplidos, fluía al ritmo de la naturaleza: directo, sin doblez.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...