Aquella noche descubrí un lado desconocido de aquel indio de ojos de miel. No movió ni un solo músculo cuando le rocé la herida, solo dio un ligero respingo al notar mi contacto. Con la estela de cierto respeto, permaneció impasible, como si estuviera conteniéndose, y esbozó una austera media sonrisa. Cuando terminé, sin saber cómo apartarme de él, Namid situó su mano sobre la mía y la hizo descender con lentitud, sin dejar de mirarme. Era demasiado pequeña en aquel tiempo para comprender lo difícil que fue para él no lanzarse a mi cuerpo sin medir las consecuencias. Su corazón estaba harto herido por lo ocurrido con Quentin y se sentía culpable por desearme.
— Miigwech, nishiime — susurró.
Me situó un mechón detrás de la oreja de forma grácil y descubrí que me agradaba más cómo sonaba su ronca voz cuando me llamaba "nishiime" que cuando pronunciaba mi nombre indígena. Azorada, pensé con detenimiento si debía de enseñarle la bolsa que me había otorgado el reverendo Denèuve. "Él se la entregará", planeé. A decir verdad, no sentía un tremendo afán por visitar la tribu durante el día. La actitud reservista de Namid hacia mi persona me hacía creer que yo no era una invitada favorable en el poblado. Sería mejor si él le devolvía sus cabellos a Wenonah. No quería entrometerme en sus asuntos personales.
— El reverendo Denèuve — comencé a decir. Él elevó las cejas, como hacía siempre que yo me comunicaba en francés — me dio esto.
Rebusqué en la falda de mi vestido y extraje el saquito de piel. Namid lo miró con incomprensión. Lo abrí y saqué al descubierto un par de mechones negros. Raudo, me los arrebató de las manos y se los acercó al rostro, restregándoselos por la piel. Al reconocerlos, su expresión se tornó ruda y me observó con los párpados entrecerrados.
— Wenonah — siseé, algo intimidada.
Los acarició y las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo con abatimiento. No pronuncié palabra. Se sucedieron largos minutos de silencio en el que él reunió todos los restos de la melena de su hermana y cerró los ojos. Estaba rezando. En murmullos en ojibwa, su boca se movía mínimamente y con mucha rapidez. Fui incapaz de interrumpir aquel momento.
— Miigwech — me dijo al abrirlos.
Le incliné el rostro, acongojada. No tenía por qué darme las gracias, no a mí. Dejó reposar la bolsita en un rincón y volvió a sumirse en la mudez más absoluta. Escudriñaba las llamas arder y su semblante era totalmente inexpresivo. "¿Qué estará sintiendo?", me pregunté, intrigada. Advertí la tensión de sus puños. Estaba enfadado. Al mismo tiempo triste. ¡Y lo poco que yo sabía sobre sus dificultades! No tenía ni idea de lo que Namid había sufrido. Imaginé que Jeanne sufriera algún daño sin que yo pudiera evitarlo y se me hizo un nudo en el estómago.
Desplegué las pestañas con estupor cuando distinguí un par de lágrimas bajándole por el rostro. Era la primera vez que veía a un hombre llorar en público. En Francia existía una ley no escrita que establecía que los varones no debían de demostrar sus sentimientos abiertamente, sobre todo los concernientes al pesar. Dejar ver el llanto significaba una falta en su hombría, más todavía si lo efectuaban delante de una mujer. A veces, en mis años de infante, me decía a mí misma que los hombres no sabían llorar porque no había contemplado a ninguno. Pero sí que sabían. Y aprender aquella lección a los catorce años me rompió el alma. Namid no temía mostrarse vulnerable, porque hacerlo no nos hacía más débiles, sino al contrario. Él me enseñó eso aquella noche. Para Namid, yo era alguien de confianza, por lo que no tuvo reparos en abrir su corazón. Aquello no lo convertía en alguien menos digno. Estaba asombrada. No intentó esconderse ni secarse las lágrimas, simplemente lloró, sin emitir ruido alguno, temperado. Las líneas acuosas brillaban con el reflejo de su piel y del fuego. La belleza de sus pupilas etéreas se incrementó.
— Lo siento... — pude decir, conmovida.
Al recibir mi voz, Namid cerró los ojos y las gotas se densificaron. ¿Qué era realmente por lo que había pasado? En ocasiones olvidaba que se trataba de un joven de dieciocho años. Probablemente no habría podido desahogarse delante de Wenonah o de su familia. Él también tenía sentimientos. Los indios sabían llorar. Y yo quería consolarle a toda costa. Me moví un poco y le rodeé la espalda con uno de mis brazos.
— Yo cuidaré de ti — musité, empujada por la certeza de que él no podía entenderme —. No quiero verte llorar...
Sin embargo, había algo, una especie de espíritu, que era capaz de unir a las razas. No hablaba ningún idioma, pero comprendía todos ellos. El calor de mis palabras le tradujo a Namid que yo permanecería a su lado y él clavó sus ojos en los míos. Tragué saliva al vislumbrar el dolor que los atravesaba. Calmado a pesar de todo, se dejó abrazar y apoyó el rostro en mi pecho. Pesaba, pero lo apreté más contra mí. Formábamos una imagen digna de admiración: él, largo y ancho; yo, diminuta y engalanada en fruncidos. Como un pequeño cervatillo, se acomodó y cerró los párpados. Era tan fuerte y tan poéticamente frágil que se me encogió la sangre en las venas. Insegura, le acaricié el cabello, apartándoselo de la frente, y le enjugué las lágrimas con la manga del vestido. Namid inspiró, como si estuviera durmiendo, y sonrió. Llevó una de sus manos a los enloquecidos latidos que subyacían a través de la piel de mi escote y su sonrisa se hizo más amplia.
— Ode' — dijo de pronto.
"Corazón", entendí; "Está refiriéndose a mi corazón".
— Ode' — repitió.
Desplazó la mano desde donde estaba ubicado mi corazón al suyo.
— Waaseyaa, ode'.
Yo estaba en su corazón como él estaba en el mío.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...