Naabikawaagan - Un colgante

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La casa retomó la normalidad en los días venideros y acudí a la ciudad en compañía de mi hermana para adquirir nuevos vestidos. Antoine nos acompañó, puesto que necesitaba visitar al gobernador para hacerle entrega de los planos provisionales del nuevo cuartel para la milicia que ocuparía la parte más oeste de Quebec. Parecía encantado con que Jeanne y yo hubiéramos aclarado nuestras diferencias y me obligó a aceptar que fuera él el que pagara todas las telas que necesitara para confeccionar los atuendos correspondientes a mi actual cuerpo. Antes de marcharnos juntos en el carruaje, aproveché la ausencia de Florentine en la habitación para observar mi desnudez frente al espejo del tocador. Con la palma de la mano hueca, recorrí mi sensible piel con lentitud. La rectitud de mis formas había mermado tenuemente: a ambos lados del ombligo, unas retraídas caderas asomaban. Las raquíticas rodillas estaban empezando a desaparecer, sepultadas por mi ganancia de peso. Las formas de mi mandíbula ya no eran tan marcadas y provocaban que me asemejara más a Jeanne, con su rostro redondo y resuelto. Llevé los dedos a mis senos, a la llanura de piel que aparecía cuando me deshacía de los corsés y artificios, y me topé con un aumento en su trazo esférico. Pesaban algo más y, aunque seguían siendo pequeños, su turgencia los moldeaba con una feminidad recién descubierta.

— Visitaremos la iglesia después de las compras — le anunció Jeanne a Antoine cuando llegamos a nuestro destino.

— No me esperéis. Me llevará tiempo reunirme con el gobernador. Disfrutad — se despidió con una sonrisa.

Yo no estaba muy de acuerdo con presentarnos en la basílica, pero seguí las directrices de mi hermana con la confianza de que tendrían un motivo de peso. Mi próxima clase de clavicordio era dentro de dos días, ya que mi sangrado me había impedido presentarme la semana anterior, y no me producía ningún entusiasmo tener que enfrentarme a ella. Sin embargo, necesitaba rezar un par de oraciones más de lo que quería admitir.

— Esta es mi tienda favorita.

Tras la estela de su copioso faldón, entramos a un pequeño establecimiento situado en la parte alta de la ciudad. Estaba compuesto por un mostrador de madera y varias vitrinas llenas de sombreros, zapatos y corpiños. En el centro, un mueble acristalado contenía múltiples telas y patrones. Debía de tener cierta reputación, puesto que la clientela era numerosa y nos fue difícil caminar hasta llegar al que debía de ser el dueño.

— ¡Buenos días, señorita Clément! — saludó a Jeanne con animosidad —. ¡Qué gusto tenerla aquí de nuevo!

— Buenos días, señor Lombard — respondió.

Auguste Lombard era, en efecto, el dueño de aquella tienda. Había viajado hasta Quebec ocho años atrás en compañía de su mujer y de sus tres hijas. Toda la familia se dedicaba a la venta de prendas de vestir durante largas jornadas extenuantes. Era un hombre arrugado, de baja estatura y tronco rechoncho. Parecía más afable que algunas de las mujeres que vagaban por los estrechos pasillos del comercio mirándonos por encima del hombro.

— ¿Quién es esta preciosa joven? — dijo de pronto al advertirme.

— Es mi hermana pequeña, Catherine — me tomó de la mano para adelantarme un tanto —. Hemos venido para comprarle vestidos nuevos.

— Encantada de conocerla, señorita Catherine — me besó la palma de la mano —. Espero poder serle de ayuda, estoy enteramente a su disposición.

— Mucho gusto — contesté con una inclinación de cabeza y las mejillas sonrojadas.

Nos preguntó qué era lo que estábamos buscando y no me molestó en absoluto tener que cederle la palabra a Jeanne. Rodeada de fruncidos y agujas, una de sus ayudantes se dispuso a tomarme las medidas en la intimidad de una de las cuatro salitas que empleaban para ello. Lo hizo en silencio y matemáticamente me dejó en ropa interior. Tragué saliva cuando me miró de arriba abajo con expresión fría. Fue apuntando en un cuaderno los números que encerraba mi cuerpo y me ayudó a cubrirme de nuevo con el vestido. Mientras me estiraba las mangas de la camisa para que quedaran rectas, el colgante ojibwa captó su atención. Quise cubrírmelo, pero mis brazos estaban siendo inmovilizados por sus tirones. Las marcas de su semblante pasaron de la seca indiferencia que yo le provocaba a una viva extrañeza. Me miró a los ojos por primera vez. Los suyos eran negros, como su pelo. Pensé que recibiría otra bofetada.

— ¿De dónde ha sacado eso? — inquirió, seria.

Yo me asusté por la acritud de su voz y bajé el rostro. Mi posición social me hubiera permitido amonestarla por su pregunta impertinente, pero aquello fue lo que suscitó mi reparo: ella también conocía su desventaja, ¿por qué entonces la había pasado por alto con aquella vehemencia? Sus pupilas parecían exigirme una respuesta inmediata.

— ¿De dónde lo ha sacado? — repitió, bajando el tono. Me estaba tomando por las muñecas.

— Fue un regalo — escupí las palabras, temerosa.

— ¿De quién? — arqueó las cejas —. Es un colgante ojibwa.

Alcé la barbilla, sorprendida porque supiera reconocer su procedencia.

— ¿Cómo lo sabe?

Ella me soltó con sequedad y rompió el contacto visual. Sin embargo, destilaba nerviosismo. ¿Quién era aquella joven? Parecía como si el reencuentro con la joya indígena le hubiera revuelto el estómago. No estaba reprendiéndome por llevarlo tan abiertamente, había algo personal en aquellos ojos sombríos. Desconocía de qué se trataba.

— Perdone. Hay muchas clientas a las que atender. Salga cuando esté lista.

Habló con monotonía, como si hubiera repetido aquella frase en muchas ocasiones, pero yo recuperé la tensión de entre sus palabras: quería desaparecer de allí, de mi compañía, lo más rápido posible. No me dirigió ni una sola mirada, cogió el cuaderno y salió. 

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora