Antes de que el sol desapareciera, salí al porche en compañía de Thomas Turner. No lo hacía desde que nos habíamos conocido y aquellos indios nos habían pedido agua. Asimismo, tampoco había tenido contacto con el exterior desde mi accidente y sentir el tacto del sol me hizo bien. Me senté con las piernas semiestiradas para sentir sus rayos, mientras que oculté el resto del cuerpo en la sombra. Thomas Turner se estiró cuan largo era sobre su asiento y comenzó a mascar tabaco mientras miraba a la amplia planicie desierta que rodeaba la vivienda.
- ¿Qué son esas piedras? – me preguntó.
Había tenido la extraordinaria idea de pasar la tarde pintando las tres piedras que habían golpeado mi ventana. Yo también me estaba volviendo una imprudente, contagiada por sus osadías. Había hecho que Florentine me trajera los pinceles y los pigmentos de Jeanne. Mi hermana tenía una capacidad innata para pintar, a pesar de que no había recibido instrucción, y la había observado tantas veces durante mi infancia que conocía los procesos que debía seguir para conseguir que los pigmentos se conviertan en una masa oleosa capaz de cubrir la mayoría de superficies. Era la primera vez que intentaba algo así, pero pensé que sería una buena forma de matar las horas muertas y de no sentirme tan desvalida sin ella.
- Quiero decorarlas. – dije sin proporcionar detalles.
Thomas Turner sonrió, divertido, probablemente confuso ante mi extravagante personalidad, y me asintió, dándome su aprobación. Hundió la vista de nuevo en el horizonte, balaceándose.
- Déselas a su hermana cuando se reúnan. Le hará feliz saber que ha estado haciendo garabatos.
Lo miré, cada vez más consciente de que bajo aquella apariencia bruta había un hombre comprensivo. Jeanne se alegraría al ver que había salido de mi habitación y había empezado actividades nuevas. No obstante, era bastante perverso regalarle una de aquellas piedras sin explicarle su dudoso origen. Eran tres piedras de forma irregular, nada especiales, similares entre sí en insustancial presencia. Para mí portaban una carga más allá de su aparente vacuo valor. Deseaba aferrarme a ellas y convertirlas en algo bello.
Mezclé los pigmentos siguiendo las directrices de Jeanne en mi mente y los removí hasta lograr una masa verde, otra roja y una azul oscuro. De cuando en cuando, Thomas Turner me observaba sin decir nada. Tomé el pincel y dudé unos instantes antes de decidir cómo pintarlas. En la primera dibujé unas flores rudimentarias, rojas como la sangre sobre un fondo verdoso. En la segunda, intenté delinear una hoja de té flotando sobre un cielo añil. Cuando las hube dejado secándose, me dispuse a decorar la última. Mis dedos manchados se movieron solos: comencé a trazas líneas rectas de color rojo a las que terminé añadiendo pequeñas formas geométricas. Eran como las pinturas que adornaban su rostro y sus manos. La convertí en la piedra más sencilla, únicamente adornada por aquellas rayas, pero fue de la que más orgullosa me sentí.
Cuando terminé ya estaba anocheciendo y Thomas Turner se había despertado hacía escasos minutos de su pequeño descanso. Me limpié las manos en el trapo que me había traído Florentine y situé las piedras una detrás de la otra, todavía húmedas. Eran mejorables. Thomas Turner las analizó, inclinándose.
- Pinta usted bien, señorita Catherine. – anotó con complacencia. – Son unas flores, ¿verdad? – señaló la primera. – Y esta una hoja de té. Aunque parece una hoja de menta. – se rió. – Y esta..., ¿qué representa esta?
- Estaba cansada. Son solo unas líneas. – respondí con cautela.
- La señorita Jeanne querrá la de las flores, estoy seguro. – bostezó. – Debería de pintarme alguna a mí, así la portaría de amuleto.
Una media sonrisa comedida se desdibujó en mis labios a modo de respuesta. Nos sumimos en un silencio tranquilo y me dejé llevar por el juego de colores que formaba el cielo dispuesto a irse a descansar hasta la mañana siguiente. Nunca me había parado a apreciar el ambiente que me rodeaba. No era tan feo como creía. Hasta podría terminar adaptándome. Si dejaba a un lado mi descontento, cabía una mínima posibilidad de alcanzar la felicidad en los pequeños detalles.
Florentine apareció para limpiar el estropicio de mis experimentos y yo guardé las tres piedras en un pañuelo para subirlas a mi habitación. Me disculpé con Thomas Turner y me encerré en mi cuarto. Reservada con aquel tesoro de tres cabezas, las metí en uno de los cajones del tocador y lo cerré con llave, junto a las escasas joyas de mi madre que mi tía me había permitido llevarme. Antes de desprenderme de ellas hasta nuevo aviso, hice circular la última, la suya, sobre la palma de la mano abierta. Su roce era frío, inerte, pero las líneas le pertenecían. Debía ponerle un nombre, mas no sabía cómo se llamaría aquel salvaje. A lo mejor ni siquiera tenía nombre y se llamaban los unos a los otros mediante gruñidos. Desconocía todo lo concerniente a su persona, pero había escuchado su voz. Había muchas maneras de entender su voz, podía poseer muchos nombres. ¿Por qué tenía que llamar a aquella piedra en su honor? La acaricié con la yema de los dedos. No podía ver su cuerpo o la naturaleza de su carácter, pero pude ver su voz. ¿Se podía ver una voz? Era uno de esos tantos misterios sin resolver. Su voz..., aquellas palabras en lengua extraña mezcladas con dulces susurros surcaban mi subconsciente, golpeándome. Él no era su voz, era su voz dentro de mí. Era como todo aquel torrente de sentimientos que me mareaban, tan peligrosamente cándidos que dolían. Me empeñaba en olvidar lo ocurrido, pero no lo conseguía.
¿A quién pretendía engañar? Súbitamente enrabietada, lancé la piedra al cajón de mala gana y lo cerré de una patada. Era una completa boba. ¿Había sido verdaderamente capaz de pensar aquello? ¿Por qué demonios había sido tan ingenua para querer pintar aquellas insignificantes piedras? Era un espejismo. Estaba desviándome de mis deberes por una necesidad de cuidados. Me censuré por haber olvidado lo débil e influenciable que era. No podía permitirme soñar, ya que tendía al tremendismo y a las lágrimas. Ellos no lo entendían, no comprendían mi afán de silencio. Yo era una bestia de imperfecciones, pueril e idiota, y debía encerrarme en la medida y la represión para no convertirme en todo aquello que odiaba y me lastimaría. Debía seguir sus mandatos, ellos sabían cómo vivir rectamente. Lo demás consistiría en mantener la boca cerrada.
Irritada, pero sobre todo enfada conmigo misma, cerré la gaveta con llave y la miré con desprecio. Debía acallar las voces. En dos zancadas, abrí la ventana y me detuve unos instantes a observar el nogal. Mañana ordenaría que lo talaran. Superficialmente resuelta, sin decidirme a afrontar que estaba muerta de miedo, lancé la llave al vacío, lo más lejos que pude, enviando con ella lo que había enterrado en el cajón para siempre.
ESTÁS LEYENDO
(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...