Aki - La tierra

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— Ha sido una ceremonia preciosa — apuntó el reverendo Denèuve.

Nuestra casa estaba repleta de invitados que se servían de las copiosas bandejas de comida que los criados habían preparado sin descanso. Antoine no soltaba la mano de Jeanne y se acercaba a ella para susurrarle al oído. Estaban casados, ya no tenían que calibrar sus muestras de cariño en público. Yo no podía borrar la sonrisa de mi rostro, estaba pletórica.

— Pruebe esto, está delicioso. — Thomas Turner me tendió una pequeña porción de pastel de carne. — Me gustó mucho su sermón, reverendo.

Mientras masticaba, Stéphane se aproximó.

— Señorita Catherine, debo felicitarla por la exquisitez de su vestido.

No había tratado con muchos hombres, pero Stéphane era lo que Jeanne calificaba como "adulador". Eran jóvenes apuestos que medían su valía en relación a las conquistas que iban acumulando en su quehacer. Yo era en realidad bastante ingenua, pero mi obsesión por la defensa de mi propia seguridad y apariencia pública me dotaba de un sexto sentido para los hombres como él. Presioné los labios arqueados hasta conseguir una sonrisa.

— Muchas gracias. Lo eligió mi hermana — dije con sequedad.

— ¿No ha tenido el deseo de casarse al verla?

Me sonrojé, violentada por su comentario. En París, solo un bastardo diría aquello. Su insinuación era una falta de respeto. "Con el último hombre que me casaría de la faz de la tierra sería contigo, estúpido Stéphane", mascullé. Sin previo aviso, pensé en Namid. Era un salvaje, pero aquel maleducado oficial no le llegaba a la suela de las botas si los comparaba. Sentí el apremio de su piel ojibwa bajo el guante.

— Es usted como los buitres carroñeros, joven Dohuet. No han pasado ni dos horas desde que la señorita Olivier cambió su nombre a Clément y ya está proponiéndose a la hermana pequeña.

No pude evitar reírme al escuchar la reprimenda de Thomas Turner, mi salvador particular. Hasta el reverendo Denèuve lo hizo. El joven enrojeció de rabia y dijo:

— Solo estaba alabando su vestido, señor Turner.

— No sabía que entendía de ropajes femeninos, joven Dohuet. — contraatacó, mordaz. — Podría darnos una lección.

— Señor Turner, su rápido ingenio es como un aguijón ¬— apuntó el reverendo, divertido.

— Es cierto: los franceses solemos dar lecciones a los ingleses, no solo en el campo de la vestimenta.

Abrí los ojos como platos tras oír aquella provocación. Tanto al reverendo como a Thomas Turner se les borró la sonrisa. Desconocía en gran parte los conflictos políticos que existían entre el reino de Francia y el de Inglaterra, pero no presagiaban nada bueno. No en vano no paraban de llegar a Quebec centenares de soldados.

— Señores, por favor — intercedió el clérigo —, no es el momento para ponerse a discutir asuntos desagradables. Estamos en la celebración de una boda.

— Yo no estoy aquí para luchar por una parcela de tierra seca que no me pertenece — rebatió Thomas Turner.

— ¿Defiende usted a los indios? — se rió con sarcasmo. Quise golpearle la cara, pero me contuve.

— Defiendo lo que es justo. — me recordó a Antoine.

— ¿Por qué está aquí entonces? Son de sobra conocidas las actividades de su padre con los salvajes. Todo se hereda, ¿no es así?

Pensé que Thomas Turner le golpearía por los dos. Entrecerró los ojos para mirarlo con desprecio y meditó su respuesta.

— Estoy aquí para ganarme la vida honradamente. Le recuerdo que yo nací aquí, a diferencia de usted. Estas tierras no son de ningún blanco, no lo olvide, y no está en mis planes asesinar a gente inocente por mandato de un rey despótico.

El puñetazo resonó en toda la sala.


‡‡‡‡


— Cuidado, este pómulo vale su peso en oro.

Florentine luchó por no estallar en una carcajada al oír el socarrón comentario de Thomas Turner mientras le pasaba un paño frío por encima de la piel amoratada de la mejilla. Stéphane le había propinado un buen golpe.

— Deje de bromear de una vez, maldita sea, y estese quieto — renegó Antoine.

La fiesta había sido interrumpida por al arranque violento del joven oficial. Thomas Turner cayó al suelo, no demasiado sorprendido, pero no le devolvió el manotazo. El reverendo Denèuve corrió a detener a Stéphane, pero el daño ya estaba hecho. Yo me había quedado paralizada, sin asimilar lo que acababa de suceder enfrente de mis narices. Todos los invitados comenzaron a cuchichear y me apené por Jeanne. El general Dohuet no tardó en aparecer en escena, llevándose a su hijo del brazo y clamando disculpas a los novios. El incidente provocó que las celebraciones terminaran antes de lo previsto.

— No es culpa mía que los franceses no soporten que llame a su rey despótico. Sin embargo, les debo una disculpa. — miró a Jeanne. — No era mi intención importunar su boda, señorita Clément. Solo pretendía salvar a su hermana de las garras de ese francés estirado. Él me provocó.

— ¿Es eso cierto? — me exigió una respuesta Antoine.

Asentí, apesadumbrada.

— Stéphane no es un buen chico ¬— dijo Jeanne para mi sorpresa. Parecía algo decepcionada, pero no estaba enfadada. No le gustaban en demasía los eventos sociales, como a mí, y la interrupción de una fiesta llena de invitados que no conocía tampoco le habría supuesto una afrenta imperdonable. — No te molestes, querido. Es un provocador.

Antoine bufó, exasperado. Se calmó un poco cuando su esposa le tomó de la mano.

— Que sea la última vez que se pelea en mi casa, ¿lo ha entendido?

— Entendido. — obedeció.

— Ahora márchese.

Su severidad me hizo tragar saliva, pero la comprendí. Había puesto todo su empeño en que la ceremonia fuera perfecta y había acabado sido ennegrecida por la trifulca entre ambos hombres. Thomas Turner pareció entenderlo también, puesto que se levantó, le dio las gracias a Florentine y desapareció de allí a caballo. Probablemente se sintiera mal por lo ocurrido.

— Siento lo sucedido, querida ¬— dijo Antoine, sentándose con cansancio.

— No tienes por qué preocuparte. Todo ha salido muy bien, no tengo quejas.

— ¿Se puede saber de qué demonios discutían?

— Stéphane dijo que los franceses sabían dar lecciones a los ingleses. Comenzaron a hablar sobre las tierras — conté con voz queda.

Antoine se me quedó mirando. Suspiró con irritación y musitó:

— Condenada tierra.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora