Afronté mi primer día como maestra de clavicordio con el mismo nerviosismo con el que me enfrenté a mi presentación en la sociedad parisina con doce años. A consecuencia de las expediciones con Namid y sus secuelas en mi descanso, había sido incapaz de practicar lo suficiente. No es que necesitara perfeccionar mis dotes sobre las teclas, sino el pavor que me producía hacerlo delante de desconocidos. Introduje el colgante ojibwa por el interior de la camisa y me puse la mantilla. "Por favor, dame fuerzas", recé.
— El carruaje está listo — anunció Florentine.
Bajé las escaleras junto a ella y me aseguró que todo iría bien cuando llegamos al carro. Observé a los escuálidos caballos y saludé a nuestro cochero sin demasiado entusiasmo. Me senté en el pequeño banquito que lo ocupaba e inspiré: era ya tarde para echarse atrás.
— ¿Tiene las partituras? ¿La bolsa de dinero? — Florentine comprobó que no me olvidaba nada. Yo asentí —. No se preocupe, regresará en menos que canta un gallo. Mucha suerte, señorita Catherine.
Me mandó un beso con la palma de la mano cuando el carruaje arrancó. No podía alejar los brazos apretadas del vientre. Iba a acudir hasta Quebec yo sola. Me costaba pensar con claridad. Para tranquilizarme, intenté entretenerme pensando qué estaría haciendo Namid. Nuestros caballos eran deficientes en comparación con Giiwedin. Estaba segura de que desaprobaría mi vestido: era de color azul brillante, exuberante y presuntuoso. Debía de vestir mis mejores galas cuando acudía a la iglesia. Me llevé la mano al corazón: estaba encendido, pero por motivos distintos. Casi me golpeé con una roca cuando Thomas Turner regresó al lago y nos encontró así de próximos. Me aparté con brusquedad y no supe cómo explicarme. El mercader se encogió de hombros y repitió: "Cuando quiera darse cuenta habrá subido hasta el muslo". Parecía resultarle graciosa la estampa. Incluso pensé que era una forma de vengarse de las pocas miras que poseíamos Jeanne y yo en lo concerniente al decoro. No volví a mirar a Namid hasta que me hizo descender del caballo, ya en los territorios de nuestra vivienda. Él tampoco parecía estar muy hablador, pero no comprendí la razón. Algo inacabado nos dejó mudos y yo no me atreví a observar cómo las llamas de la hoguera que preparó Thomas Turner se plasmaban en su rostro anguloso. Hasta me sostuvo sobre Giiwedin de forma más comedida.
Era difícil no caer en los pensamientos sobre él. Pasamos de largo la granja y rememoré los relatos del mercader sobre el caballo perdido de Namid. Aquellas tierras habían pertenecido a los ojibwa, pero ahora solo estaban pobladas por agricultores franceses. No quedaba ni rastro de los indígenas. Nadie hubiera dicho que aquella apacible planicie había sufrido una cruenta batalla. ¿Qué habría ocurrido realmente en aquellos terrenos?
Le di las gracias al cochero cuando me ayudó a bajar del carruaje. Le había ordenado llevarme hasta la muralla que separaba la parte baja de la alta, ya que así caminaría menos en solitario. Sin saber qué hacer, le entregué dos monedas de plata y le pedí que me esperara en el mismo lugar hasta que yo terminara mis lecciones. Nos despedimos y anduve por los comercios de Quebec en dirección a Notre-Dame. Me sentía observaba. Caminé todo el trayecto con la vista fija en el suelo. Solo me sentí a salvo cuando la penumbra de la iglesia me acogió en su seno. Como de costumbre, me santigüé y salí al claustro. Llegaba tarde, por lo que toqué la puerta del aula sin esperar a que el reverendo Denèuve me diera la bienvenida.
— Adelante — escuché al padre Quentin desde dentro.
La abrí con un crujido y volví a encontrarme con todos esos ojos rasgados y oscuros, diminutos en las cabecitas regordetas. Al unísono, me saludaron como un coro en francés. El reverendo Denèuve estaba sentado en la primera fila y sonrió ampliamente al verme.
— La esperábamos — dijo, levantándose —. Qué bonito vestido — me estampó un beso en las manos.
El padre Quentin comenzó a hablar en ojibwa, probablemente explicándoles que yo iba a ser su maestra de música. Me dio unas hojas de papel que contenían el canto correspondiente al primer acto y me pidió que los repartiera. El reverendo iba a quedarse para controlar que todo iba en orden. Conforme comencé a entregarles sus partituras, noté un cambio de actitud en los niños: muchos de ellos debían de conocer mis "hazañas" para salvar a algunos de los miembros de su tribu y me miraban con renovado candor y curiosidad. La hermana de Namid ya no estaba sentada en última fila y cuando llegué hasta ella, me sonrió con aquel gesto serio que tanto se parecía al de su hermano y dijo:
— Miigwech, nishiime.
Le devolví la sonrisa al poder entenderla y eso me hizo sentir bien.
— ¡Nada de ojibwa en esta aula! — bramó de pronto el padre Quentin.
Tanto ella como yo nos sobresaltamos. Bajó el rostro repentinamente, como escondiéndose. Los demás alumnos la miraron con cautela.
— Disculpe, padre. Estaba dándome las gracias por...
— Nada de ojibwa en esta aula — me cortó.
— Mis disculpas — incliné el rostro algo sorprendida. El reverendo Denèuve me analizaba sin decir nada.
Quise volver a sonreírle con cariño para que no se disgustara, puesto que estaba de espaldas a los clérigos y no me verían hacerlo, pero la niña no alzó los ojos del pupitre. Aquello me entristeció. Cuando hube terminado de repartirlas, me senté frente al clavicordio y abrí el libreto por la página correspondiente.
— Usted solo debe tocar. Yo les enseñaré las palabras y cómo seguir el ritmo — me indicó.
A su señal, hundí las yemas de los dedos en las teclas y comencé a hacer sonar los puntos del pentagrama. Era una melodía sencilla, pero los niños estaban anonadados con el sonido del instrumento.
— Atentos — les llamó la atención el padre Quentin.
La primera clase fue una catástrofe. No paré de empezar una y otra vez los primeros acordes porque los pequeños indígenas no sabían seguirme y aprenderse el canto al mismo tiempo. Solo se oía la voz del clérigo resonando. Al final tocaba sin siquiera prestar atención y pude ver cómo la hermana de Namid miraba por la ventana, desinteresada.
— ¡Wenonah!
El grito del padre Quentin hizo que me equivocara de nota y el clavicordio desafinara. Todos los alumnos se callaron de súbito y la hermana de Namid se encogió sobre sí misma.
— Padre, tenga paciencia — lo calmó el reverendo Denèuve cuando éste golpeó la mesa con el libro de rezos.
— ¡Ni siquiera está moviendo la boca!
— Va a asustarla y no volverá a las lecciones — insistió el reverendo.
— Ya no sé qué hacer, ¡es una provocadora!
Tragué saliva y vi cómo la niña aguantaba las ganas de llorar.
Se llamaba Wenonah.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...