Minjinawezi - Ella tiene arrepentimientos

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Corrí como si el mismísimo diablo estuviera persiguiéndome y solo frené cuando encontré a la liebre tendida en el sitio donde la había dejado. Me descubrí pensando, mientras observaba cómo la sangre que había salido de su costado estaba ya seca, las pocas horas que habían pasado y la eternidad que yo había percibido. La cabeza me daba vueltas. Su voz y sus ojos me acosaban cuando salté la valla como pude. Entré en el interior a trompicones y los sirvientes, que iban en todas las direcciones para tener el desayuno listo y servido, se quedaron paralizados al verme. Florentine se apresuró a socorrerme.

- ¡Señorita Olivier! – ahogó un grito y dejó caer la bandeja que portaba.

La cabeza me daba vueltas. Me dolía todo el cuerpo. Tenía mucho frío. Todo a mi alrededor se emborronaba.

- Jeanne...

Susurré el nombre de mi hermana antes de desmayarme.


‡‡‡‡


Me desperté en mi habitación, sintiendo miles de mazas golpeándome las sienes. Jeanne casi se lanzó sobre mí al verme abrir los ojos. "¿Qué ha pasado?", pensé, confundida. Mi vista se centró un poco y pude ver a Antoine, detrás de Jeanne, expirando con aliviada congoja.

- ¡Dios mío! – se echó a llorar Jeanne, abrazándome. — ¡Te has despertado!

Su cuerpo se convulsionaba sobre las sábanas. Despegué los labios como pude y me tembló la voz al preguntar:

- ¿Qué—qué ha pasado?

- Te desmayaste. ¡No despertabas! ¡Pensamos que...!

Nunca había visto a Jeanne así. Estaba fuera de sí. Yo no alcanzaba a comprender lo que hubiera significado para ella perderme tras lo ocurrido con nuestros padres. Me miraba como quien observa a un fantasma, a alguien que ha regresado de entre los muertos.

- Querida, deberías sentarte. – la tomó Antoine por los hombros, con sumo cariño.

Ella le obedeció y se sentó en una silla que descansaba junto a mi cama. Distinguí a Florentine junto a la puerta. Tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando. Recordé que ella había sido la que había conseguido agarrarme en el último momento antes de que me desvaneciera. "Virgen santísima, me he desmayado", intenté asimilar. Solo recapitulaba correr. Todavía estaba muy mareada. Vi que mi muñeca estaba vendada y que ya no estaba cubierta de inmundicia. El médico había venido y habían conseguido asearme. ¿Cómo no me había despertado durante aquel proceso? Quizá ya no tenía sangre ni tierra en las uñas, pero lo ocurrido seguía lívido en mi memoria con el ardor de un hierro incandescente. Miré por la ventana y me asustó descubrir que ya había anochecido.

- ¿Ha venido el médico? – tenía la boca pastosa y afónica.

Jeanne no podía dejar de llorar, por lo que Antoine tomó la palabra:

- Sí. Estábamos muy asustados. – se acercó a la cama. – No te has roto la muñeca, pero te has hecho daño en el músculo.

"Él tenía razón: no estaba rota", pensé.

- ¿Y la rodilla? – dije con dificultad.

- No es nada grave. – me situó el pelo revuelto detrás de las orejas. – Cuando te vimos desmayada, llena de sangre y con el camisón desgarrado, pensamos que...

Un nudo en la garganta me ahogó cuando a Antoine se le rompió la voz y fue incapaz de terminar la frase. Al imaginarme así, me ruboricé.

- ¡¿Qué demonios ha pasado?! – estalló Jeanne, arrastrada por el llanto.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora