Moozhwaagan - Un par de tijeras

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Me levanté entre sudores por la cantidad de brasas que Florentine había situado a los pies de la cama. Adormecida, no me di cuenta de que ya estaba eligiéndome el vestido y controlando la temperatura del agua de la jofaina. Me aguardaba un día tremendamente largo. Aquella mañana significaba la inauguración de mis clases por tercera vez y no podía obviar el nudo en el estómago. Además, la visita de Thomas Turner me había abocado a tener que comer con él después de la lección de clavicordio. No es que no deseara pasar un rato en su compañía, a decir verdad me encontraba muy a gusto a su lado, pero no era lo mismo hacerlo en casa que en público. Ya estaban martirizándome los ojos cotillas de los habitantes de Quebec.

— Señorita, apresúrese. No querrá llegar tarde, ¿verdad?

"Oh no, por supuesto que no", maldije en mis pensamientos.


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Apreté el fardo que contenía las nuevas ropas de Wenonah contra las piernas dobladas e intenté parecer resuelta cuando me despedí de Jeanne a medida que el carruaje iniciaba su marcha. Antes de abandonar la tranquilidad de mi hogar, tuve la tentación de pedirle que me acompañara, pero supe que no lo haría. Mi hermana deseaba que yo afrontara aquella situación a solas y les demostrara a los clérigos que no cedería, aunque lo hiciera de forma silenciosa. "Hay muchas formas de luchar, pajarito, y no todas se resuelven a gritos", me susurró cuando la miré con ojos afligidos. Yo anhelaba luchar, pero al mismo tiempo eso contradecía mi personalidad miedosa.

Me adormecí un tanto durante el trayecto y me pregunté si el vestido que había escogido para la comida con Thomas Turner sería el adecuado. Lo percibí demasiado sobrio: aunque me venía algo estrecho y marcaba las cambiantes formas de mi cuerpo, era triste, de un verde oscuro casi negro que me recordó al entierro de nuestro padre. No lo llevaba nunca, pero era de los más excelentes en materia de calidad. Chasqueé la lengua entre risas cuando me di cuenta de que Florentine había elegido aquel vestido a conciencia: en cada pliegue llevaba escrito que yo no era un objeto femenino. Mi criada no deseaba que Thomas Turner, o que cualquier en la ciudad, se llevara las impresiones equivocadas. Junto con la mantilla negra, parecía una sombra.

Llegué a la parte alta de la ciudad con la nariz enrojecida y el rostro helado por el viento glacial. Llevaba uno de los abrigos de mi hermana, también oscuro, hasta la altura de los tobillos, mas el frío calaba los huesos y me impedía pensar. Informé al cochero de que no me esperara a la salida de la lección, puesto que Thomas Turner estaría allí y me traería de vuelta a casa tras nuestra velada. Pocos minutos después, me encontré sola frente al majestuoso edificio de la basílica. Sobre el lienzo grisáceo del cielo, el tono marmoleo de la portada se asemejaba al brillo azulado de la nieve. Sin embargo, los ciudadanos de Quebec no parecían estar demasiado afrentados por el temporal: andaban de un lado a otro como si estuvieran en verano, vociferando y riendo. Debí quedarme demasiado tiempo admirando la iglesia, porque me topé con varios ojos mirándome. Rápidamente bajé el rostro y apresuré el paso para introducirme de una vez por todas en el sitio en el que menos me apetecía estar.

Cuando entré, me topé con el oficio matutino y me di prisa en atravesar una de las naves laterales para cruzar al claustro. Dos clérigos que no conocía me saludaron y observé que la fuente que decoraba la parte central estaba repleta de agua congelada. El reflejo que los rayos de sol producían en la superficie captó toda mi atención. Me recordó al baile del sol sobre las olas mientras viajábamos en barco. Yo era una joven distraída, soñadora, que se fascinaba más con una mariposa que con todas las joyas del mundo. En mi interior, era una persona mucho más sencilla de lo que creía.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora