Zhiigaa - La viuda

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No volví adentro hasta que ya no pude distinguir su figura sobre Giiwedin en el horizonte. Me palpé el labio inferior con las manos afectadas por lo ocurrido. "Ojiim", susurré para mis adentros.

Namid me había dado mi primer beso. Tal vez no en el sentido estricto del término, pero yo lo había vivido como tal. Habían sido pocos los hombres o jóvenes de mi edad que habían besado siquiera mi mano, ni hablar de la mejilla, solo mi padre o mis tíos solían hacerlo. Un beso era algo serio. Jeanne me confesó que el suyo fue el que recibió de Antoine en la iglesia cuando los declararon marido y mujer. Mi madre me inculcó hasta la saciedad que una solo permitía que le marcaran los labios si el valiente iba a convertirse en su esposo. Se me escapó una risa sarcástica al situar a Namid en la esfera del matrimonio: me había dado mi primer beso, pero estaba muy lejos de entrar en los parámetros de mi progenitora en lo concerniente a pretendientes. Aquel comportamiento errático respecto a mi educación era algo muy propio de alguien rebelde como él.

Me sentía confundida, con miles de emociones cruzando de un lado a otro sin descanso, y decidí entrar en casa en busca de una cara conocida. Hallé a Florentine recogiendo la mesa del salón de té. Al oír pasos, se giró con ansiedad y las arrugas de su rostro se suavizaron al verme allí. Anduvo hasta a mí con celeridad y me tomó de las manos.

— Señorita, estaba preocupada. ¿Se ha marchado ya? — yo asentí —. Lamento haberles espiado, no me sentía segura dejándola a solas con ese desconocido.

— No tienes que disculparte — dije, cansada —. No quiere hacerme ningún daño.

El cariz de mi voz sonó más melancólico que de costumbre y Florentine me observó con ojos avispados.

— Venga, siéntese — me guio hasta una de las sillas y ella ocupó otra. No me soltó las manos —. La aprecio, señorita Catherine. La atesoro como una hija y no permitiría que sufriera más de lo debido. Mas no crea que no confío en usted: lo hago más que en Jesucristo. — me miró largamente y tomó aire antes de añadir —: Dije que no la delataría y no pienso hacerlo. Si usted me pide que mantenga silencio y no intervenga, lo haré. Desconfié de ese indio y, aunque no puedo decir que haya dejado de hacerlo, sé lo que he visto. No le ha hecho ningún daño y ha tenido múltiples ocasiones para llevarlo a cabo. La ha tratado con amabilidad y respeto. Ambas sabemos que fue él el que le regaló el té de bardana y aquella venda. — sonrió —. No sé leer, pero no estoy ciega: por suerte o por desgracia, ha sido el único capaz de animarla. Se lo debo de un modo u otro. No los delataré. — me apretó las manos —. Pero tarde o temprano tendrá que contárselo a su hermana.

Se me revolvió el estómago al pensar en afrontar aquel momento. Temía que al confesarlo ya no pudiera volver a ver a Namid nunca más.

— Hija mía, tenga cuidado — suspiró —. Pero, por favor, no actúe a mis espaldas.

Medité qué decir y finalmente apunté:

— Gracias, Florentine. A partir de ahora no te guardaré más secretos.

Ella me miró con calidez y acarició mis manos. Era una mujer transigente, con menos prejuicios que la mayoría de eruditos que se vanagloriaban de su educación ilustrada, y su apoyo me hizo envalentonarme para preguntarle:

— ¿Cómo es el primer beso?

Florentine palideció como lo hubiera hecho mi madre si le hubiera cuestionado sobre secretos de alcoba. Al segundo me arrepentí de haber dicho aquello. Mi inexperiencia había hablado por mí.

— Olvídalo. Es una tontería — intenté salvar la situación.

— No, no. Perdóneme. — me impidió levantarme —. Su pregunta me ha tomado de improviso — carraspeó. Yo no sabía a dónde mirar —. ¿Por qué me lo pregunta? — se alertó.

— Olvídalo.

Mi criada buscaba evitar a toda costa que yo me hundiera en el silencio y me confinara en mi habitación, por lo que se dispuso a contarme, con todo lujo de detalles, su primer beso. Fue con su difunto marido, Alain. Desconocía que fuera viuda.

— Era un buen hombre, dios lo tenga en su gloria. — se santiguó con una sonrisa amarga —. Vivía en Quebec, trabajaba en el campo. Nos conocimos en el mercado que se celebraba cada semana en la parte alta. Solo teníamos diecisiete años. Éramos una pareja pobre, pero bien avenida. Yo llevo toda la vida sirviendo, querida, y por aquel entonces era la criada de una familia de navegantes. Tras verme por primera vez, mi Alain me pidió la mano y yo le rechacé, escandalizada. Era muy terco — se rió —. Insistió e insistió hasta que una mañana me di cuenta de que lo echaba de menos y había conseguido engatusarme. Los hombres hablan la lengua de la miel, pero mi Alain cumplió su promesa y nos casamos. Llevé el viejo vestido de mi madre, lleno de rotos, y él me susurró antes de besarme que era la mujer más bella que había conocido jamás. Aquel fue mi primer beso. Estaba nerviosa, sobre todo por tener al clérigo mirándonos, pero mi falta de práctica se obvió en el momento en el que lo sentí como una extensión más de mí misma. Es inexplicable besar a alguien a quien amas. Es como si flotaras en el aire como un ángel. Aquel beso fue el primero de muchos, pero una nunca se cansa de ellos. Mi Alain tenía unos preciosos ojos verdes. Es lo que más echo de menos.

— ¿Có-cómo murió? — titubeé, impresionada por su testimonio.

— Se lo llevó una neumonía en nuestro tercer año como marido y mujer. Mi pobre Alain — suspiró —. No pasa un día en el que no piense en él.

Permanecí en silencio en tanto que Florentine continuaba su historia. Enviudó a la edad de veinte años y no volvió a casarse. Habían pasado quince años y no había besado a ningún hombre. Aquel era el destino más común de las viudas. Sin embargo, la soledad que había plagado su existencia desde que Alain falleció fue escogida: no deseaba estar con otro que no fuera él, fue el amor de su vida. Lo único que lamentaba era no haber engendrado hijos en la breve duración de su matrimonio. Me pregunté si yo hubiera sido capaz de actuar como ella. 

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora