Sanas, salvas y henchidas de confianza arribamos al fuerte Richelieu. La travesía había resultado sin duda tediosa, mas no habíamos sido importunadas. Incluso habíamos trabado amistad con las diversas personas que habían viajado junto a nosotras la mayor parte del camino. Conversando, compartiendo hogazas de pan y estableciéndonos en las mismas posadas, las horas muertas y las preocupaciones individuales se habían hecho más llevaderas. Nuestro destino final, sin embargo, había provocado la despedida forzosa de algunos de ellos, en su mayoría soldados jóvenes que partían más al sur, y la alegría de saber que otros también se quedarían en el fuerte.
— Les deseamos mucha suerte, señora Clément. Tendrá un hijo precioso.
Una anciana, la cabeza de familia de un trío de nietos huérfanos y constante compañía hasta aquel momento, estaba despidiéndose de ambas con cariño cuando los centinelas comenzaron a abrir el portón. No podía evitar sentirme nerviosa por volver a reencontrarme con Antoine, pero sobre todo deseaba conocer las noticias frescas del frente.
— Entremos — me agarró del brazo Jeanne.
Lo hicimos a pie, mientras el cochero y Florentine se encargaban del carruaje y el equipaje.
— Está irreconocible. No parece el mismo lugar — dije, asombrada, al observar que las fortificaciones estaban totalmente terminadas y no existía ni un mísero rincón que mostrara su desamparo anterior —. Es como una aldea en miniatura...
Agudicé mi vista y me percaté rápidamente de que, aunque estaba en lo cierto, ya no había ni rastro de las mujeres y niños que habían ocupado el fuerte durante mi visita previa. "Solo está el ejército", musité. Sus uniformes azules y negros brillaban por encima de la gravilla rojiza; corrían de un lado a otro, cargando sus mosquetes, y la presencia de obreros y gentes nobles era mínima. Noté que nos observaban con cierta incredulidad.
— Antoine estará en el cuartel — añadió Jeanne, rebosante de felicidad —. Esperémosle en casa.
Aguardando su aparición, nos instalamos en la vivienda con cierta ansia. Yo estaba repleta de polvo y necesitaba un baño a toda costa, pero la inquietud me impedía moverme de la silla del comedor. Al cabo de un par de horas, Florentine anunció a golpe de grito:
— ¡El señor Clément está viniendo hacia aquí, lo veo!
Como poseídas, las dos nos pegamos a la ventana para cerciorarlo. Di un saltito de júbilo y la abracé un poco. Antoine caminaba con frenetismo y pensé que quizá alguien le había hecho conocedor de nuestra llegada allí. No obstante, fruncí el ceño al darme advertir que su expresión distaba de lucir contenta, más bien estaba contraída en el enojo. Antes de que abriera la puerta y pudiéramos darle la bienvenida, yo ya sabía que habíamos cometido un error.
— ¡Antoine! — gritó Jeanne al tiempo que entraba. Rápidamente se lanzó a sus brazos —. ¡Sorpresa!
Él se quedó quieto, como si no pudiera inmutarse, y nuestros ojos se encontraron. Automáticamente, al encontrar un sentimiento negativo en ellos, bajé la mirada y tragué saliva.
— ¿Qué te pasa?, ¿no te alegras? — le besó la mejilla, confundida.
— ¿Qué demonios hacéis aquí? — contestó con brusquedad —. ¿Os habéis vuelto locas?
Jeanne se quedó en el sitio, mirándole. Lentamente se alejó un poco e intenté aclararme la garganta para responder.
— ¿Qué hacéis aquí? — repitió.
— Nosotras... — intervino ella —. Deseábamos darte una sorpresa. Te echaba mucho en falta y...
— ¿Has perdido el juicio, Jeanne? — la cortó, más enfadado de lo que jamás había contemplado.
ESTÁS LEYENDO
(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...