Mawadish - La visita

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La risa que nos produjo tener que comer un estofado salado y con sabor agrio provocó que olvidara por un rato el cabello de Ziibi tumbado sobre el suelo del aula de Notre-Dame. Las dotes culinarias de Thomas Turner eran de las peores que había podido presenciar y la velada transcurrió con el análisis crítico de sus platos. Agradecí haber tenido la valentía de acceder a acudir a su casa, puesto que había favorecido mi ánimo. Contra más tiempo pasaba junto a él, más aumentaba el cariño hacia su persona. Era mi amigo y aquello me producía alegría.A pesar de su insistencia, le ayudé a asear la cocina y tuvo la oportunidad de jactarse de mis pésimas habilidades de limpieza. Haber crecido entre criadas no había sido favorecedor en aquel aspecto. Ya era tarde, por lo que me puso el abrigo con caballerosidad y me ofreció los guantes. Salimos al exterior y le pidió el carruaje a uno de sus vecinos; por lo visto lo compartían de cuando en cuando. Las temperaturas habían descendido aún más y el aire que salía de mi boca se transformaba en una suerte de nube grisácea que se suspendía, flotando. 

—No olvide lo que le he dicho: permanezca en calma hasta que pasen un par de días. Yo me encargaré de averiguar que nada les ocurre a los indígenas — me recordó al tiempo que me ofrecía su brazo para subir al carruaje.

—Gracias, señor Turner — asentí.

Con un alarido, los dos caballos comenzaron su marcha y yo me encogí sobre mí misma para aumentar mi temperatura corporal. Observé la espalda del mercader moviéndose hacia delante y hacia atrás, guiando a los animales rumbo a mi hogar. Pensé en Namid sin buscarlo y recé para que pudiera volver a mí sano y salvo.


‡‡‡‡

La narración del conflicto con el padre Quentin consiguió que Antoine enviara una carta urgente a Denèuve para informarle de que, bajo ningún concepto, yo volvería a aquella aula para dar lecciones de clavicordio. El júbilo que me produjo la resolución del arquitecto me impidió saber cómo agradecérselo. Jeanne parecía mortificada, se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar en aquellos niños, y no me soltó la mano durante toda la tarde.

—Devolveremos los libros que te prestó. Me niego a que tengamos algo que ver con esos educadores. Yo mismo te comparé manuales.

Thomas Turner quiso quedarse un rato más para conversar con Antoine y mi hermana no tardó en captar mi cansancio e invitarme partir a mi habitación para relajarnos. A medida que subíamos las escaleras, los ojos del inglés se toparon con los míos casi imperceptiblemente. Me observó con intensidad, con un fulgor en el que yo no había reparado hasta aquel momento, y solo pude limitarme a sonreírle con timidez y algo de apuro.

—Apuesto a que sabes que estuvo mal que acudieras a casa del señor Turner sin compañía de nadie más — dijo Jeanne nada más me dejé caer sobre la cama. No parecía enfadada, pero sabía que iba a tener que escuchar aquellas lecciones.
—Sí. Estaba muy nerviosa — expliqué —. Pero fue muy respetuoso. Cocina peor que mamá.
—¿No tiene familia? — arqueó una ceja, extrañada.
—No. Vive solo — negué con la cabeza —. Conocí a una de sus vecinas, era escocesa.
—Confío en el señor Turner, pero no puedes quedarte a solas con un hombre así como así. Podrían acusarte de indecorosa, pajarito — se sentó a mi lado.

Estaba harta de aquellas normas, pero debía de cumplirlas. Además, todavía seguía disgustada. En parte me alegraba no tener que volver al aula, pero me molestaba que no se hablara de ninguna solución para los indígenas. En realidad, mi sufrimiento era irrelevante en comparación con el suyo, mas nadie parecía atreverse a tomar cartas en el asunto. Yo no volvería a enseñar clavicordio y el tema se zanjaría, como si yo fuera la única afrentada.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora