No podía culparle por haber partido a la guerra con el resto de sus hermanos, al contrario, jamás había pensado que aquella promesa pudiera ser cumplida. Yo había sido la primera en quebrantarla al abandonar Quebec sin previo aviso. Lo que me acongojaba no era las palabras mojadas de mi carta, sino el terror que suponía que Namid se dirigiera al peligro. Ahora que conocía la cruda situación y sabía, gracias a mis escuchas, que los destacamentos ojibwa estaban dirigiéndose a Ohio, el epicentro del conflicto, verdaderamente albergué miedo por su seguridad. Era un fabuloso guerrero, uno de los mejores de su clan, pero la bravura, en la gran mayoría de ocasiones, era incapaz de vencer a la muerte.
Étienne me encontró en el salón, junto a la chimenea sin encender, con la carta arrugada sobre el pecho descubierto por el escote. Mi aura debió de destilar una profunda tristeza, porque me puso una mano sobre el hombro y me hizo mirarle.
— ¿Qué ocurre? — murmuró.
Sin fuerzas para explicarme u ocultar mis verdaderos sentimientos, le entregué la carta con brusquedad, evitando el contacto visual, y esperé a que él la leyera. Percibí cómo su cuerpo se tensaba y clavaba sus ojos en mi rostro con preocupación. Si albergó algún tipo de celos, no los mostró abiertamente.
— Todo el clan, menos las mujeres, ancianos y niños, se habrán unido a la milicia.
Su comentario no me proporcionó consuelo alguno, mas ninguno lo hubiera hecho. En silencio, le arrebaté la carta y la guardé en el sobre. Inspiré y le extendí la que Thibault le había escrito, todavía sin abrir. Tenía unas inmensas ganas de llorar, sin embargo, debía leer la misiva de Jeanne lo antes posible. Ella me necesitaba más que nunca. Los dos hundimos las pupilas en nuestros respectivos papeles y mi corazón se tranquilizó un tanto al ser conocedora del inminente regreso de mi hermana a Montreal. Antoine le había conseguido una escolta para que cruzara los peligrosos caminos y volvería a mi lado en el lapso de un par de días.
— ¿Todo en orden? — se interesó Étienne al verme terminar.
— Jeanne está de camino — respondí con una media sonrisa amarga —. ¿Y la tuya?
— Asuntos financieros.
Lo último que me apetecía era sonsacarle información. A decir verdad, detestaba la idea de tener que hablar. Mi cama, el escondrijo de las sábanas, sería el mejor espacio para dar rienda suelta a mis emociones. Por ello, me levanté del sillón sin más. Frenéticamente, él me detuvo. Atisbé en sus facciones que quería impedirme la huida, probablemente en un intento de consolación.
— Se mantendrá a salvo. Estoy totalmente seguro.
Nunca decía su nombre, como si no existiera, como si fuera una imaginación de mi mente. Y quizás sí lo era.
— Necesito estar sola. Disculpa.
Grácilmente, me liberé de su agarre y salí de allí con las lágrimas ya derramándose sin remedio.
‡‡‡
Tras una agotadora carrera a lomos de Inola, agradecí el baño que Florentine me había preparado y estrené, después de muchos meses, una polainas de lino acordes con el cambio de estación. Tomé el manual de botánica de mi mesita de noche y bajé al jardín. En una antigua mecedora pintada una y otra vez durante décadas, me senté a leer antes de la hora de la comida. Las plantas parecían ser el único entretenimiento capaz de despejar los pensamientos sangrientos. Frente a mí, las criadas recogían rosas y alimentaban a las gallinas. Al cabo de un rato, oí tiros a lo lejos.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Ficción históricaEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...