Nishiwe - Ella asesina

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No había comido ni bebido en dos lunas completas, pero el afán de supervivencia era lo único que movía mis pies hacia delante. Con el pesado cuerpo de Jeanne sobre la espalda, me armé de fuerza y eché a correr como pude hacia la dirección que Desagondensta me había indicado. Estaba muy oscuro y me dije a mí misma que debía de contar, uno por uno, los cien pasos sin desviarme ni un solo metro. Todavía era capaz de escuchar a los soldados bebiendo y riendo, a las hogueras crepitar dentro de las tiendas, y si no me apresuraba, nos capturarían antes siquiera de intentar escapar. Me giré por última vez para mirarle: estaba sonriéndome. Ahí quieto, sin importarle nada más, comprendí que Desagondensta, a pesar de las circunstancias, se había convertido en un amigo que no olvidaría nunca. Nos dijimos adiós en silencio, desde la distancia, sin saber si alguna vez podríamos volver a encontrarnos.

— Podemos hacerlo — le susurré a mi hermana.

Al principio, me tropezaba constantemente, tan cerca de los extremos del campamento que creí que acabarían oyéndonos. Era muy difícil mantener el equilibrio con tanta carga y la rabia me llenó los ojos de lágrimas. "Vamos, Catherine, ¡levántate!", me inquirí. Era cuestión de vida o muerte. No podía rendirme, no debía, y me levanté una y otra vez como había hecho las primeras veces que cabalgué a Algoma. Fui avanzando poco a poco, alejándome paulatinamente de nuestros captores, y entramos en la profunda negrura de los árboles. El sonido de mis pies al pisar las hojas muertas me dejaba sin respiración. Miraba constantemente hacia atrás para asegurarme de que nadie nos seguía. Los murmullos de los búhos, de las criaturas de la foresta, me mantenían despierta. El esfuerzo me hacía sudar a borbotones y, cuando alcancé los cincuenta pasos, estaba tan agotada que tuve que detenerme. Jeanne seguía consciente, aunque como en trance, y la miré largamente con la respiración agitada. A aquellas alturas, era probable que se dieran cuenta de que habíamos desaparecido. No podía pararme a descansar, el tiempo corría en nuestra contra. Volví a cargarla sobre mi espalda, a pesar del diminuto tamaño de mi cuerpo, y tomé aire. Pensé en Namid: él me hubiera empujado hacia delante, me hubiera susurrado que me pusiera en pie hasta el final.

— Ya casi estamos... — le dije, aunque fuera mentira.

En el paso cincuenta y cuatro, me di cuenta de que el aire estaba cargándose de un humo extraño. Al recibirlo en las fosas nasales, tosí. Asustada, viré un poco el cuello. Abrí la boca hasta el suelo al contemplar que, en la lejanía, el campamento del marqués estaba en llamas. Podían verse, eran tan altas como las copas de los árboles, y no tardé en escuchar gritos agónicos. "Desagondensta..., les ha prendido fuego a todos...", comprendí con impresión. Sin embargo, si lo había hecho, los supervivientes no tardarían en montar sus corceles y abandonar el lugar, probablemente en nuestra trayectoria. Aseguré a Jeanne para que no se me resbalara y apreté el paso en el límite de mi fortaleza. Conforme llegaba a los últimos metros, varios caballos sin jinete pasaron por nuestro lado, despavoridos, huyendo del fuego, y oí tiros y maldiciones en la lejanía. Deseé que los hombres mohawk aún estuvieran vivos y fueran capaces de entretener a los casacas rojas un poco más.

Como Desagondensta había prometido, un rocín totalmente negro me esperaba, atado pacientemente en un árbol. Al reconocerme, Inola se sobresaltó y se erigió sobre sus patas traseras. Yo no pude reprimir el llanto: era mi caballo. ¿Lo había sabido desde que nos secuestró? No tenía palabras.

— Inola... — me lancé a su rostro, abrazándole por el cuello —. Volvamos a casa...

Él me lamió la cara y, inteligente como era, agachó las patas hasta acabar tumbado sobre la hierba para que pudiéramos montar en él sin dificultad. Era un animal fabuloso. Primero coloqué a Jeanne en la zona más alta de la cruz y después me situé yo. Cuando estuvimos colocadas, Inola recuperó la estatura. Clavé los ojos en el sendero interminable, inhóspito, que nos esperaba. "Tienes que viajar hacia el oeste...", dije. Pero, ¿dónde estábamos?, ¿habíamos cruzado a Nuevo Hampshire?, ¿cuál era exactamente el oeste? "Mira la luna, Catherine. Mírala hasta que desaparezca", intenté serenarme.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora