Miigwech, nishiime - Gracias, hermana

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Florentine estudiaba con extrañeza la hoja de papel donde escribí las letras del alfabeto, lo suficientemente grandes para que pudiera verlas. La giró del lado contrario, sin saber cuál era la dirección correcta del trazo, y yo me encontré superada por su ignorancia. Me costaba racionalizar que había personas, una gran mayoría, que nunca había visto cómo era una "A" o una "O". Se la coloqué correctamente con paciencia.

— No la muevas. — le ordené. — Debes repetir las letras que ves.

Ella se acercó la hoja hasta que le rozó la punta de la nariz y añadió acongojada:

— Señorita, no sé qué pone.

— Repite conmigo.

Comencé con las vocales. Las decía en voz alta y le ordenaba que las declamara. Le alegraba darse cuenta de que sí que conocía los sonidos. Primero debía enseñarle a decirlas, luego tendríamos que aprender a escribirlas y, por último, leerlas. A medida que avanzábamos, oí la puerta del salón abrirse. Antoine asomó la cabeza y entró en silencio, sin querer intervenir en el esmero que Florentine estaba poniendo para aprender. Se quedó de pie, junto a la entrada, mirándonos con una sonrisa complaciente.

— Querida Florentine, está haciendo grandes avances en muy poco tiempo. La felicito. — dijo cuando terminamos. Ella lo miró con sorpresa, puesto que no se había percatado de su llegada, y se ruborizó.

— La señorita Catherine es una gran maestra.

— ¿Puedo robársela unos minutos?

Yo arqueé las cejas. ¿Había ocurrido algo? La tensión por lo vivido los días anteriores seguía latente. Nadie había acudido al gobernador, pero corrían rumores en la ciudad. Sin embargo, la calma había terminado por imponerse en casa. Jeanne evitaba hablar de lo ocurrido, pero ella y Antoine habían solucionado sus diferencias. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. La venda que Namid me había entregado seguía estando cubierta, escondida, y no había vuelto a verlo desde la última vez. A pesar de la aparente serenidad, todos menos Antoine y Thomas Turner trataban mi descarada intervención en la reyerta como si no hubiera existido.

— Por supuesto. — accedió ella.

Me levanté de la silla y le pedí que continuara repitiendo los sonidos de las vocales durante mi ausencia. Cuando alcancé a Antoine, no pude evitar preguntarle si ocurría algo. Debió de ver un rastro de profunda preocupación en mí, porque se apresuró en explicarse mientras salíamos:

— No es nada grave. Solo deseaba que vieras algo.

Su sonrisa tramaba algo, pero no insistí. Lo seguí hasta el jardín trasero y el recelo se incrementaba conforme avanzábamos. Vi cómo algunos criados se asomaban por las ventanas cerradas para ver lo que estaba ocurriendo en el exterior, lo que no me pareció una buena señal.

— Thomas Turner tenía razón.

Me llevé las manos a la boca cuando el exterior se abrió ante mí. Había un grupo de indígenas cercanos a la cerca dejando pieles y algunas flores sobre el suelo. No eran los primeros en hacerlo: había más obsequios contiguos a los que ellos estaban cediendo. Cuando nos vieron aparecer, se detuvieron unos segundos, pero rápidamente reanudaron sus donaciones. Vi cómo dos mujeres, acompañadas de sus hijos pequeños, tendían dos primitivos ramos de flores. Tras ellas, dos niñas amparadas por un anciano, entregaron un par de colgantes, anudándolos a la verja.

— Son regalos para ti, Catherine. No han parado de llegar en toda la mañana.

Tuve que parpadear un par de veces para creerme lo que estaba sucediendo. Todos aquellos indígenas..., habían venido hasta nuestra casa para entregarme presentes en agradecimiento por mi comportamiento. Era irónico. Ellos sí que parecían apreciar mis súbitas agallas, al contrario de algunas de las personas que eran más cercanas a mí. Sentí como un nudo del tamaño de un puño obstaculizaba mi garganta. Todos aquellos indígenas..., me estaban dando las gracias.

— Acércate, no tengas miedo. — me alentó Antoine. — No van a hacerte daño.

Con el característico tembleque de mis piernas, atravesé el jardín y llegué hasta la verja. Tragué saliva al ver que ninguno se movía, no como yo hubiera hecho para alejarme de ellos, y me daban la bienvenida con sencillas sonrisas. Los dos niños agacharon la cabeza con respeto. Me trataban como si fuera una heroína y jamás había experimentado algo así. Yo distaba de ser la salvadora de nadie.

— Gra-gracias. — atiné a decir.

En aquel momento quise poder compartir el mismo idioma para que pudieran entenderme. Las dos mujeres ensancharon su sonrisa y una de ellas se llevó la palma de la mano al corazón. Pausadamente, la acercó hasta mí y la posó sobre mi pecho. Azarosa, mi cuerpo tuvo la tentación de moverse. Ella pareció advertir mi alarma y negó con ambos lados de la cabeza para llevarse de nuevo la mano a su corazón y luego al mío. Aquella zona de mi piel estaba descubierta y noté su mano cosida por durezas sobre mis encabritados latidos. Me miró directamente a los ojos, a esa negrura que sentía vergüenza de sí misma, y me sentí arropada por unas pupilas maternales que solo buscaban darme las gracias. Era como si quisiera decirme que en el corazón, ambas éramos iguales.

Se alejó unos cuantos pasos, inclinándome el rostro como habían hecho los que parecían sus hijos, y el anciano se situó delante de mí. Tenía cogida a las niñas, una en cada mano, y las soltó para palparse el cuello arrugado. Reconocí a una de ellas: era la hermana de Namid. Me miraba desde su altura, considerable teniendo en cuenta la edad que aparentaba, y me topé con unos ojos oscuros, todo pupila, penetrantes y desafiantes sin pretender serlo. ¿Sabría que su hermano nos había protegido? El movimiento del anciano me hizo apartar la vista de ella: se sacó uno de sus largos abalorios del interior de la camisa cerrada y me pidió que me acercara con un gesto. De nuevo me tensé; sin embargo, debía de aceptar su regalo y me aproximé.

— Miigwech, nishiime. Gracias, hermana. — habló de pronto en francés.

Redujo la distancia entre nosotros y apartó el cabello que caía por mis hombros a un lado. Con solemnidad, me anudó sin dificultad el colgante, que cayó como una cascada sobre el centro de la clavícula, chocando con el que Jeanne me había entregado. En otras circunstancias, jamás habría permitido a un hombre que no fuera mi esposo o mi padre aquel acercamiento indecoroso, pero estaba paralizada. Como el reverendo Denèuve me había dicho, los ojibwa tendían a destruir las barreras de lo decente con pasmosa franqueza.

— Miigwech. — repitió, echándose hacia atrás.

Yo me había quedado sin palabras. Sin embargo, no esperaron a que yo dijera nada: me dedicaron un par de sonrisas más y se marcharon a paso ligero, internándose en el bosque. Me quedé rodeada de sus obsequios, desconcertada. Había una pila de pieles que solo podían ser ropas de abrigo; otras estaban anudadas, repletas carne salada. Estaba pálida, impresionada por aquella vehemencia. Yo no había hecho nada, solo era una joven francesa asustada. No merecía todo aquello.

Todavía aturdida, me di la vuelta y vi a Jeanne al lado de Antoine, quietos en la puerta. Ambos me observaban con una mezcla de fascinación y vigilancia. Yo, quien semanas atrás había sentido la incitación de observar el agua que se partía en contacto con el barco que me arrancó de Francia como mi única escapatoria, de pronto me encontraba rodeada de presentes entregados por salvajes. Me rocé el colgante, hecho de madera, y comprendí las palabras que me había dicho Namid al impedir que resultara herido.

Miigwech, nishiime.

Gracias, hermana.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora