No hubo ni una sola noche en la que me despertara de un breve sueño sin haber tenido pesadillas. Dormía lo que mi responsabilidad me permitía, preocupantemente poco, y siempre bajo el amparo de la foresta más profunda. Mi descanso se interrumpía con brusquedad y me encontraba repleta de sudor. Los ojos de aquel hombre asesinado no desaparecían, eran como una cicatriz cosida en los párpados cerrados. Por si fuera poco, las imágenes continuaban estando plagadas de un cielo rojo y unas manos cubiertas de sangre.
— ¿Tienes hambre? — le pregunté a la oscuridad, consciente de que mi hermana estaba tumbada justo a mi lado.
Me sequé las gotas de la frente y besé el amuleto que Nahuel me había entregado. Habíamos cabalgado durante dos días más por el bosque y estaba empezando a rendirme. Ni siquiera sabía si estábamos avanzando en la dirección correcta y solo aparecían más y más árboles. ¿Dónde estaba la civilización?
— Jeanne — volví a llamarla —, ¿quieres comer?
Ella estaba tan débil que apenas podía escucharme cuando le hablaba. Sin embargo, nadie podía asistirla. Yo carecía de conocimientos de medicina y en lo único en lo que contribuía era en cazar y darle agua. Una vez segura de que estábamos solas, cargaba el fusil y esperaba, no importaba cuánto, hasta que conseguía disparar a alguna ardilla o pájaro. Los saberes que los ojibwa me habían proporcionado habían sido los pilares de nuestra supervivencia. Si hubiera sido por las doctrinas de nuestras institutrices, habríamos sido pasto ineludible de los cuervos.
— Agua... — finalmente siseó.
La agarré por debajo de las axilas y la recosté un poco sobre mi vientre. Si la movía, su expresión se arrugaba con molestia. No estaba herida, pero era evidente que algo le estaba ocurriendo interiormente, aunque yo no pudiera verlo a simple vista. Aparté los mechones que le caían por las cejas y le situé la palma de la mano sobre la parte superior del rostro.
— Estás ardiendo... — me alarmé.
"Tiene muchísima fiebre", pensé asustada. Necesitaba unos paños fríos para remediar su alta temperatura. Rauda, corté un fragmento de la ancha camisa que portaba y los empapé con el agua de la cantimplora. Ella se encogió al ponérselos.
— Nos mantendremos aquí hasta que descienda la calentura — dije, a pesar de que no estábamos en la posición más segura. Me preguntaba con angustia cuál era la mejor decisión: esperar o seguir, con la esperanza de poder arribar a alguna aldea o ciudad.
Mientras Jeanne descansaba en mi regazo, vi cómo se llevaba las manos al vientre con delicadeza. Estaba preocupada como yo. Sin darnos cuenta, había alcanzado casi la mitad de su embarazo. Con lentitud, fui dándole sorbitos de agua y trozos de ardilla braseada. Para mantenerla despierta, le contaba historias que Honovi me había transmitido, hazañas de aventuras. De cuando en cuando, ella sonreía y así me hacía saber que estaba bien. Sin embargo, al poco rato dejó de hacerlo.
— Jeanne, no te duermas — le pedí con cierta inocencia.
Al zarandearla, noté que estaba muy pálida y temblaba. Tenía los ojos totalmente cerrados. Volví a zarandearla, esta vez con mayor ahínco, y Jeanne no se despertó. El pulso se me detuvo en las muñecas.
— Jeanne — la tomé por los hombros con violencia —. ¡Jeanne, despierta!
Me quedé rígida al ver que en realidad sí que estaba despierta: se apretó el vientre y comenzó a emitir altos quejidos.
— Me duele mucho... Me duele... — murmuró con dificultad.
Yo estaba aterrada. Me sobrecogió el pensamiento de que estaba poniéndose de parto antes de lo previsto y aquello me atemorizó más.

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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...