Prólogo - Dominic

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Un zumbido recorría la estancia y llegaba hasta el pasillo. Pronto apareció una figura bajo el portal de la cocina: un hombre alto y de espalda ancha, imponente. Su rostro, de pómulos altos y mandíbula severa, estaba enmarcado por cabello rubio tan claro que era casi blanco. Una nariz alargada y elegante, pálidos labios finos y ojos de un azul claro y penetrante completaban su aspecto invernal, como un lago congelado, un lobo, una ventisca. Pero el hombre se manejaba con completa templanza.

Era Dominic, el jefe de mayordomos y chofer.

—¿Ian? —preguntó, adelantándose para apagar el fuego bajo una olla donde el agua había estado bullendo por un buen tiempo—. ¿Ian? ¿Sucede algo?

El aludido no se inmutó. Un joven, vestido igual que Dominic en un traje formal, estaba sentado sobre un banco de madera, viendo distraídamente por la ventana algo que Dominic no podía identificar. El cielo, quizá, o quizá los árboles que se extendían por los alrededores de la mansión Melville, o quizá incluso algo que no estaba ahí pero que Ian añoraba. Por un instante, Dominic deseó poder leerle el pensamiento.

Se acercó. El cabello negro de Ian se movía sobre su frente cada vez que una brisa entraba, y él parecía no notarlo. Sus ojos, de un color verde intenso, que traía un particular recuerdo de días de primavera y árboles bailando con el viento, parecían mucho más lejanos de lo usual. Dominic casi sentía culpa por sacarlo de su ensimismamiento. Posó una mano sobre el hombro del segundo mayordomo, y este volteó hacia él, alarmado pero relajándose de inmediato al percatarse de quién era el que estaba a su lado.

Ian sonrió. Dominic observó sus delicados rasgos formando una expresión a medias entre pena y alegría. Las mejillas del hombre más joven siempre se sonrojaban levemente cuando era encontrado con la mirada perdida; sus labios llenos se curvaban en una sonrisa inocente, y sus ojos eran parcialmente escondidos por sus largas pestañas. Una vez más, Dominic era abrumado por una extraña culpa.

—Ah, Dom —dijo, gentil como siempre. Bajó del banco y volteó hacia la olla, tomándola para llenarla de nuevo, pues el agua se había evaporado casi por completo—. Lo siento. Es solo que... —miró rápidamente la ventana, y suspiró—. Ya es tarde. Estaba pensando en si debía esperar hasta que el señor Memphis y el joven Vinny regresen...

Dominic bufó. —Ian, soy solo yo. Fester está arriba. No tienes por qué ser formal.

Los hombros de Ian descendieron al tiempo que soltaba otro largo y profundo suspiro. —Craig y Vinny —repitió, con un cariño impreso en las sílabas que siempre sorprendía al primer mayordomo—. Ah, supongo que por lo menos le ofreceré el té a Fester. ¿Está de humor?

Dominic se encogió de hombros. —Igual que siempre. Se lo llevo yo, si quieres.

Ian asintió. Su mirada descendió hacia la estufa, hasta que la llama bajo la olla se vio reflejada en sus ojos. Seguía preocupado por algo más, pensó Dominic, y estaba ideando una manera de calmarlo cuando un sonido de motor irrumpió en el silencio del lugar. Ambos se tornaron hacia la ventana y observaron con agradable sorpresa mientras un auto azul marino serpenteaba a lo largo del camino, se adentraba en la pequeña rotonda, y desaparecía de sus vistas, seguramente dirigiéndose a la cochera.

—¡Ahí están! —dijo Ian, emocionado, y de inmediato recorrió la cocina de un lugar a otro, sacando un ingrediente de aquí y otro de allá. Dominic se limitó a lavarse las manos, y segundos después una mujer mayor entró a la cocina. Observó a ambos mayordomos y se llevó las manos a las caderas, con rostro sorprendido.

—¿Hoy también ayudarán? —dijo, reparando en las preparaciones de Ian, quien le sonrió ampliamente.

—¡Por supuesto! Siempre es un placer, Georgia. Espero no ser un estorbo.

La cocinera de los Melville, una señora en sus sesenta de cintura más o menos fina en comparación a sus amplias caderas, volteó hacia Dominic. Sacó una redecilla del bolsillo del delantal que traía puesto, y admiró al primer mayordomo. —¡El placer es mío, con unos chicos tan entusiastas como ustedes! Empecemos ya antes que se haga tarde. Con el amo en la mansión es mejor ser precavidos.

La cocina antes silenciosa fue inundándose poco a poco del sonido de preparaciones. Ingredientes siendo picados, Ian pausando para preparar el té, cucharillas, fuego, utensilios, platos. Dominic mantuvo la compostura mientras Ian le entregaba la bandeja del té de Fester, y le agradecía que se ofreciera a llevarlo por él. La actitud de Fester, especialmente cuando estaba solo, podía enervar a cualquiera; el amo de la mansión Melville siempre bromeaba de maneras que solo alguien con enorme templanza podría aceptar sin ser profundamente perturbado.

Y no era que Dominic fuera un hombre imperturbable, sino que los años de práctica habían terminado haciéndolo más o menos inmune a lo que los demás pudieran decir de él. Su madre le había repetido hasta el cansancio que el único autor de la vida es uno mismo, y los demás no tenían tinta ni pluma para interferir. También creía, sin embargo, que la manera de tener el control era tragándose las palabras que podían causar problemas y aparentar sumisión, todas cosas que Dominic terminó por creer. Lo creía firmemente, sí, y era útil con Fester, pero no con Ian. Nunca con Ian. Un comentario de la cocinera, y sus pensamientos eran invadidos con la visión de su propio rostro que empezaba a perder vitalidad mientras se acercaba peligrosamente a los cuarenta años de edad, y luego pensaba en la fineza de Ian, diez años más joven, transparente a pesar de la presión de su trabajo, gentil a pesar de los tratos que recibía, y cuya existencia era mucho más valiosa que la propia.

La taza de té se tambaleó sobre la bandeja. Dominic se dio la vuelta y obligó a su cuerpo a mantenerse firme, deseando que controlar su mente fuese igual de fácil. Había llegado a un punto en el que todos los días estaban llenos del mismo anhelo, tan insistente que la carga de trabajo que Fester le ponía encima era casi una distracción bienvenida. Era demasiado tarde para él. Solo podía desear que algún día Ian lo entendiese, y que no lo resintiese por ello.

Dominic subió por la larga curva de las majestuosas escaleras. Giró a la derecha, al fondo, hacia el amplio estudio principal. Escuchó muy a lo lejos la voz de Craig anunciando su llegada y la voz de Vinny protestando, y se permitió sonreír por un instante antes de recuperar la seriedad mientras balanceaba la bandeja sobre una mano y tocaba a la puerta con la otra.

—Té, señor —anunció con voz serena.

—¡Pasa! —vino la respuesta de dentro, y Dominic se irguió con la frente en alto para abrir la puerta y encarar a la cabeza actual de la familia: Fester Melville. 



Escrito en el AsfaltoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora