Un jazz suave recorría la extensión del pent-house, creando una atmósfera elegante junto con las luces tenues relfejadas sobre decoraciones de cristal, muebles barnizados, copas medio llenas, y cuadros de colección. Sin embargo, bastaba con mirar a uno de los pequeños grupos de gente formando un círculo y charlando entre sí para saber que el ambiente y los invitados a la fiesta no combinaban para nada. Bestias, animales, imbéciles, idiotas; el lugar estaba rebosando de ellos, y desde que había recibido la invitación él había sabido que ese sería el caso.
A su derecha, un tipo intentaba hacer reír a una de las camareras que repartía los tragos entre los invitados. Ella, rubia y alta, no jugaba en favor de él, larguirucho y desaliñado; el tipo tenía puesta una camisa negra y una chamarra café encima, para intentar disimular su falta de masa muscular. Su estrategia fallaba terriblemente. Luego de un par de intentos para conseguir el número de la chica, ella sonrió cortésmente y preparó una bandeja para tener una excusa e irse. El tipo asintió, derrotado como siempre, y siguió el camino que la chica había abierto entre la multitud con la mirada. Segundos después, el primero no pudo contener su risa, y el tipo larguirucho volteó a verlo recriminatoriamente.
—Siempre apuestas en mi contra, joder —dijo, cruzándose de brazos y recostándose sobre la barra—. Y estas fiestas son una mierda. Las chicas se creen la séptima maravilla del mundo.
—Octava —interrumpió el otro, y tomó un sorbo de su trago—. La octava maravilla, Syd. Y, si puedo agregar: los tragos también son una mierda.
Syd enarcó una ceja. —¿Octava? ¿Por qué octava? ¿Cuál es la séptima?
El otro suspiró con resignación y negó con la cabeza. —Olvídalo, Syd. Mejor tráeme una copa de vino. Quizá por un golpe de suerte estos tipos pueden escoger una puta botella decentemente.
—¿Por qué me lo pides a mí? Podrías esperar a una de las chicas y...
—O podrías dejar de coquetearle a todo lo que tiene tetas y moverte, ¿no?
Syd gruñó y examinó la barra. Los vinos estaban más al fondo. El otro lo observó mientras, como un perro leal, caminó hacia las copas y llenó una con torpeza. De no estar en un ambiente exclusivo y ser, además, el conductor designado, seguro Syd habría pedida ya una buena cerveza fría.
Regresó con la bebida de su amigo, jefe, socio, lo que fuera, y retomó su posición apoyado sobre la barra.
—Tengo hambre.
El otro tosió varias veces, ahogándose con el sorbo de vino que había tomado.
—Recuérdame que la próxima vez que vayamos a alguna parte, debo comprarte un bozal. Quizá así dejas de hablar tanta mierda.
Syd no le puso mucha atención a la amenaza. Tenía la mirada clavada en el lobby, donde la gente empezaba a arremolinarse y subir la voz para saludar a un invitado recién llegado.
—Hey, hey —dijo, dándole un empujón al otro en el hombro—. Viene alguien grande.
Uno de los muchos hombres vestidos en trajes a la medida cruzó la estancia para recibir al invitado con brazos abiertos. —¡Brutus! ¡El hombre del momento! Pensamos que no aparecerías por aquí. Ibas a desilusionar a muchos si no lo hacías.
El aludido emergió de la multitud. Era un hombre corpulento, alto, de unos cincuenta años, con una nariz imponente y barba café espesa e invadida por canas. Tenía el cabello corto peinado hacia un lado, como otro sinfín de ejecutivos, y usaba un traje gris de tela liviana que brillaba levemente bajo la luz de las lámparas.
Brutus se acercó para compartir un apretón de manos con el anfitrión. —Ah, claro que no. Heme aquí, dispuesto a hacer negocios.
El socio de Syd gruñó.
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Escrito en el Asfalto
Teen FictionLa ciudad de Vertfort fue, por muchos años, tierra de nadie. Ahora, luego de generaciones de herederos, bancarrotas, absorciones y traiciones, quedan tres familias: Arkwright, Landvik, y Melville. Vinny Melville, a sus dieciocho años, es el joven h...