Intermisión 3: Craig y el Primogénito de Oro (Parte 10)

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Cuando Craig despertó, se dio cuenta rápidamente de que no podía dejar su pasado atrás en apenas un día. La suavidad de la cama lo hizo creer que estaba en la habitación de Bruno, que acababa de ser asfixiado y había perdido el conocimiento. Craig salió de la cama y cayó en el piso, desorientado, ansioso por encontrar su ropa y vestirse y salir hacia el pasillo. La luz de la mañana y el color de las paredes le dijo, por fin, que nada malo había ocurrido; estaba a salvo, estaba lejos. Estaba bajo la protección de Henry Melville y sus amigos.

Frustrado, Craig se mantuvo en el piso de la habitación e intentó relajarse. Buscó un reloj, y encontró que eran apenas las ocho de la mañana. Afuera, se escuchaban los sonidos de rociadores en el jardín, algunos movimientos en la cocina, y el viento removiendo las hojas de los árboles. Craig reunió la ropa que necesitaría y disfrutó, por segunda vez, del placer mundano de tener una ducha decente para él solo.

Habían pasado catorce horas, más o menos, desde su huida. Entre más tiempo lo separaba de ello, más podía creer que su vida había dado un giro permanente. Alguien tan fúrico como Ingram habría actuado con rapidez, pero no había nadie rastreando a Craig, nadie capaz de alcanzarlo. Craig se lavó el cabello y se mantuvo bajo el agua tibia; si bien era cierto que no tenía total libertad en la mansión, Dominic e Ian lo trataban como a un igual. Lo llamaban por su nombre. Le permitían tomar decisiones sobre su futuro.

Craig continuó reflexionando sobre esto al salir de la ducha y vestirse. Tenía hambre, y si estuviese en la guarida de Ingram, probablemente saldría hacia la cocina para buscar cereal o lo que fuese. Allí, no sabía si Fester estaba en casa, si era peligroso salir por su cuenta, o si podía deambular por la residencia anexa cuidando siempre de no ser visto. Vio también su ropa sucia del día anterior y consideró, por un momento, lavar la camisa en el lavabo del baño.

Soportó una hora más sin hacer nada en su habitación, y luego se aventuró a salir. No había nadie en el pasillo de las habitaciones, ni en la pequeña sala de estar del segundo nivel. Craig escuchó el sonido de la cocina y bajó las escaleras con cuidado, escalón por escalón, como una sombra.

En la cocina, había alguien de espaldas a Craig. No se trataba de Ian ni de Dominic; el tipo era un poco más bajo, con cabello de un tono castaño y hombros perpetuamente cuadrados como si estuviese listo para entrar en un debate serio. Craig no estaba seguro, pero creía que el tipo era Brett, uno de los mayordomos. Se encontraba preparando una mezcla en un bol mientras una sartén se calentaba sobre un quemador de la cocina.

Craig no supo qué hacer. Esperó sentado en el último escalón y observó al tal Brett hasta que este se dio la vuelta para tomar un plato de la alacena, y su mirada se dirigió hacia Craig.

—Hey —Brett dijo secamente—. Buenos días.

—Buenos días —Craig respondió.

Una vez intercambiados saludos, se sintió seguro como para acercarse. Brett había preparado huevos revueltos y tostadas, junto con una jarra humeante de café. Al ver a Craig, Brett sacó más huevos de la nevera y se los entregó.

—Si vas a vivir aquí, lo menos que puedes hacer es cocinar para ti mismo.

Craig se mostró inseguro. Brett bufó y se dirigió al comedor.

Mientras Craig intentaba superar cada paso hasta prepararse un desayuno más o menos decente, Brett sorbió su café con un sonido odioso. En el aire había palabras pendientes, una frase o un reclamo que Brett no se atrevía a decir y que hacía a Craig recordar un poco la frialdad de Ingram.

—Puedes decir que no estás de acuerdo con mi presencia —Craig dijo sin voltear.

—No es lo que piensas —Brett suspiró y sorbió su café de nuevo—. Simplemente me parece extraño que un chico fugitivo como tú decida convertir esta maldita mansión en su refugio.

Escrito en el AsfaltoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora