Las luces del local se encendieron todas a la vez, cubriendo las paredes rojas con luz amarilla. De muy mal gusto, quizá, pero no era como si una persona iría a semejante lugar con planes refinados en mente, o para admirar la decoración.
Un solo auto estaba estacionado al otro lado de la entrada principal, en medio de un parqueo desolado. El único farol se encendió, y la luz incomodó al ocupante del asiento del conductor, que se frotó los ojos con el dorso de las manos. Había pasado ahí casi una hora, esperando. ¿Qué tanto podía estar haciendo? ¿No se suponía que era algo simple, directo? No podía entenderlo.
Por fin, una figura elegante caminó en dirección del auto. Avanzaba cabizbajo, así que las luces no le llegaban al rostro. El conductor pensó que, en definitiva, la persona a quien había estado esperando no encajaba ahí. No podía dejar de preguntarse qué lo había llevado a optar por un recurso así, y entre más se cuestionaba menos lograba entenderlo.
El otro se apresuró a abrir la puerta del copiloto y entró sin decir palabra alguna. Respiró hondo, se frotó el rostro con las manos, y se acomodó en el asiento. Luego de unos segundos de pausa volteó hacia el conductor, molesto.
—¿Planeas arrancar hoy o vas a esperar a que medio mundo nos vea acá? —le dio un golpe, y se cruzó de brazos—. Vámonos.
El conductor no reclamó por el golpe; sabía que era inútil hacerlo, y por más entretenido que fuera entrar a esas discusiones en círculos, había otras cosas que hablar. —¿Qué tanto haces en una hora? Te entendería si esto fuera el local de Madame Dahl, donde debes encantar a las chicas antes de subir a la habitación, pero es solo un nido de tipos putos...
Esta vez el otro lo tomó por el hombro, callándolo de inmediato. —No te cansas, ¿cierto? Desde el principio te advertí sobre esto, y me prometiste mantener la boca cerrada. No sé qué ideas tengas en esa cabeza tuya, pero... —un auto en la calle desaceleró frente al estacionamiento. Entró y pasó frente a ellos, sin prestarles mayor atención—. Vámonos. No voy a repetirlo.
Lo soltó. El conductor gruñó en protesta, pero igual terminó haciendo rugir el motor una vez antes de salir de ahí hacia la calle principal, donde los faroles de los otros autos empezaban a moverse a toda velocidad de una dirección a otra. No soportó más de cinco minutos en silencio.
—Solo digo que es incómodo para mí. Deberías traer tu propio auto. Quiero decir, ¿qué hago yo si me encuentro con alguien que conozco? ¿Qué van a pensar de mí? Creo que es bastante claro que adoro las tetas y un buen culo, y si me llegan a ver rondando un lugar así mi reputación con las señoritas va a caer en picada.
—Odio conducir. Casi tanto como odio escucharte. Creo que es aparente que la única solución aquí es cortarte la puta lengua.
Eso era suficiente. Cuando adoptaba ese tono venenosamente sarcástico y violento era hora de simplemente encender la radio y subirle volumen a lo primero decente que apareciera. Al ritmo de una melodía popular, un tipo cantaba sobre una maníaca bailando como nunca lo había hecho antes, sobre la frontera de la locura, una línea fina como una capa de hielo. Aún con la música no podía dejar de preguntarse internamente qué podría estar pensando el otro. Siempre parecía estar molesto, con él o con otra persona, quizá incluso consigo mismo, o con el mundo entero, pero las razones tras esa rabia le eran desconocidas. La curiosidad lo carcomía. Quería saber.
En el asiento del copiloto, su acompañante veía distraídamente a los demás autos pasar. Él también quería saber la verdad.
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Escrito en el Asfalto
Teen FictionLa ciudad de Vertfort fue, por muchos años, tierra de nadie. Ahora, luego de generaciones de herederos, bancarrotas, absorciones y traiciones, quedan tres familias: Arkwright, Landvik, y Melville. Vinny Melville, a sus dieciocho años, es el joven h...