A sus 13 años, Scott se había convertido en el chico más fuerte de su escuela. Únicamente necesitó de unos pocos meses para partirle la cara a la mayoría de matones del barrio, y más de alguna vez había huido entre los callejones más estrechos para escapar de las pandillas más imponentes que se habían esparcido por Lower Morland como una plaga. Wallace apenas podía contactarlo. Scott evadía cualquier interacción con él, consciente que el amigo de su tío intentaría alejarlo del camino que estaba tomando, pero Scott no quería alejarse del único escape que encontraba entre toda la mierda que la vida tenía preparada para él.
La última desgracia, y la más grande, había venido con el despido de su madre. Al recibir la noticia, Scott ni siquiera reaccionó. Su cuerpo, su mente, su espíritu; todo en él estaba ya acostumbrado a la manera en que todo su mundo caía en picada. Rodeó a su madre en un abrazo mecánico, y ambos intentaron dormir un rato en su habitación, conscientes de cada sonido, de cada brisa que soplaba. Se sentían pequeños, pero mientras su madre estuviera ahí, había razón para seguir adelante.
Sin embargo, ahora hablaban mucho menos. Las palabras ya no eran suficientes para decir todo lo que tenían en sus mentes. Sasha cocinaba de vez en cuando, y aunque Scott se ocupase de los quehaceres, todo su lado hogareño desaparecía cuando era hora de volcarse a la calle para encontrar un desahogo. Sin noticias de Russell, y con la amenaza de Douglas siempre latente, Scott era un desastre. Era difícil para él dormir por la noche. Cada vez que intentaba cerrar los ojos y relajarse un poco, lo invadía la sospecha de que cuando los abriera de nuevo seguiría estando en el mismo agujero negro, y una nueva desgracia se anunciaría al amanecer. Esto solo alimentaba más su hambre de conflicto, de violencia, y poco a poco Scott fue desconectándose incluso de su madre.
Scott no supo reconocerlo hasta esa Navidad. Había pasado hasta tarde en la calle, probando suerte mientras saltaba de azotea en azotea en los edificios de apartamentos diminutos, y había recibido más golpes de lo usual. Eran ya más de las dos de la mañana cuando Scott aún se estaba desinfectando las heridas en el baño del segundo nivel, y escuchó a alguien golpear contra la puerta.
Sorprendido, Scott bajó lentamente para ver de quién se trataba. Sus pasos eran inseguros; si Douglas estaba del otro lado no estaba seguro de poder enfrentarlo cuando su cuerpo seguía lastimado, pero de igual manera sus manos se cerraron en puños. Sin embargo, cuando estaba a punto de voltear para encarar a la otra persona, las luces de la sala de estar se encendieron, cegándolos a ambos. Luego de adaptarse a los colores, Scott pudo ver, claro como el día, la figura de su madre caminando con dificultad hacia él.
—Feliz Navidad —dijo ella, ofreciendo una sonrisa marchita. Tomó a Scott suavemente y le dio un beso en la frente antes de aferrarse del barandal y empezar la penosa tarea de subir los escalones uno a uno—. Lo siento, hijo. No pude regalarte nada.
No estaba viéndolo a los ojos. Sasha subía como si su cuerpo entero se quejara de dolor, como si lo único que quisiese fuera salir de la vista de su hijo lo antes posible, y Scott no era ningún idiota, no era un ciego, ya ni siquiera le quedaba una gota de la ingenuidad infantil que tantas malas jugadas le había hecho de pequeño. Cuando Sasha se había acercado a él, cuando le había hablado, Scott supo, y su pecho se sentía como si un buque estuviese arremetiendo contra él.
El cabello dorado de Sasha estaba impregnado con el olor de cigarros, licor, y algo más, un olor que le generaba náuseas y reavivaba las llamas del infierno que los consumía a ambos. Aunque el momento había sido breve, Scott vio las marcas de dedos en las piernas de su madre, en su cuello, en sus muñecas; vio las arrugas en su ropa, la hinchazón en sus labios y los bordes rojos de sus párpados, y la vergüenza en su andar.
Esa madrugada, de rodillas en la sala de estar de su casa medio vacía, Scott supo que había perdido algo que nunca podría recuperar. La razón por la que él podía curarse las heridas, la razón por la que el pequeño refrigerador destartalado siempre tenía por lo menos lo más mínimo para comer, era porque su madre había sacrificado su cuerpo para ganar el dinero que Douglas consumía como una maldita sanguijuela llenándose de sangre.
ESTÁS LEYENDO
Escrito en el Asfalto
Genç KurguLa ciudad de Vertfort fue, por muchos años, tierra de nadie. Ahora, luego de generaciones de herederos, bancarrotas, absorciones y traiciones, quedan tres familias: Arkwright, Landvik, y Melville. Vinny Melville, a sus dieciocho años, es el joven h...