—Para este salón, algo discreto estaría bien —un hombre mayor y ataviado en un traje a la medida abrió los brazos en una habitación vacía. A su lado había otro hombre, este en vaqueros y una camiseta, quien tomaba apuntes en una libreta—. Es un lugar bastante amplio. Debería tener buena iluminación para las cenas que seguramente realizaremos dentro de poco. Todos los muebles quedan, como siempre, a discreción de usted, el diseñador.
—De acuerdo. ¿Qué hay de la terraza? —el segundo tipo alzó la vista de su libreta.
—Pues, estaba pensando en incorporar otro minibar. Hay que mantener varias opciones disponibles. Al final será él quien les dará el visto bueno y elegirá su preferida.
El diseñador frunció el ceño. Lanzó una mirada al extenso jardín interno más allá de la terraza, con césped crecido de más, enredaderas mal mantenidas y aún algunas ramas secas de un par de árboles al final.
—Hablaré con mi paisajista —dijo, observando los muros colindantes—. Además hablaremos con los de seguridad para que este también sea un lugar privado, señor Koppelman.
El aludido sonrió. Su rostro era ovalado, tenía cabello canoso abundante y una fina barba enmarcándolo. Una nariz delgada y puntiaguda enfatizaba su ceño relajado y mirada distante. Las líneas de expresión alrededor de su boca se marcaban como heridas. Había algo en sus gestos que ponía al diseñador incómodo, como si hubiese una mina escondida bajo el piso de la casa y él estuviese caminando directo hacia ella.
—Ya les hemos advertido sobre esto. Es justamente por eso que hemos hecho tantas renovaciones en la casa —Koppelman puso las manos hechas puño en sus caderas y suspiró—. Ha pasado mucho tiempo. La reconstrucción tomó más de lo esperado. Confío en que su equipo logrará cumplir con la programación apretada que tenemos.
—Claro, claro. A nosotros también nos emociona participar en esto.
Koppelman empezó a dirigirse hacia la puerta. El diseñador cerró su libreta y lo siguió.
—No es de extrañar. Hemos estado muy callados últimamente, pero eso está a punto de cambiar... —acompañó al diseñador hasta su camioneta, estacionada más allá de la plaza de recibimiento frente a la majestuosa, pero deteriorada, entrada de la mansión. Una vez allí, su sonrisa de ensanchó y ofreció su mano para un apretón—. Se acercan días prósperos para los Landvik, ¿sabe? Bien por usted, por ser fiel a nosotros. Se está asegurando su futuro.
El diseñador correspondió el apretón y lanzó la libreta dentro. A pesar de las palabras de su empleador, tenía sus dudas. Luego de tantos años, tendría que ver para creer. Muy en el fondo, había aceptado ese trabajo solo porque estaba muy necesitado de dinero. Nadie estaría lo suficientemente loco como para aceptar trabajo de los Landvik en caso contrario.
Se despidió sin más y arrancó el vehículo, girando en U para encaminarse hacia la salida entre los altos y esbeltos árboles.
Koppelman se quedó de pie. Seguía sonriendo. Había entrelazado sus manos a sus espaldas y daba pequeños golpecitos con los dedos sobre la pantalla de su reloj de pulsera, como imitando el pasar de los segundos. No le extrañaba que un joven no entendiera a lo que él se refería. Le daba igual. Llegaría el momento cuando no solo él, sino toda la ciudad de Vertfort, sabría que la familia Landvik no se había debilitado. Se había dado inicio al conteo para el día en que el orgullo de la familia fuera reclamado y los Landvik sobresalieran de nuevo entre los cerdos de los Melville y la aberración de los Arkwright.
Todo había salido incluso mejor de lo planeado. Melville había perdido a uno de sus perros falderos, y con los reportes de Craig Memphis merodeando territorios al sur, Koppelman creía posible preparar la mejor fiesta de bienvenida para su jefe, con regalo incluido.
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Escrito en el Asfalto
Teen FictionLa ciudad de Vertfort fue, por muchos años, tierra de nadie. Ahora, luego de generaciones de herederos, bancarrotas, absorciones y traiciones, quedan tres familias: Arkwright, Landvik, y Melville. Vinny Melville, a sus dieciocho años, es el joven h...