Intermisión 3: Craig y el Primogénito de Oro (Parte 1)

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El primer invierno del encierro de Craig pasó mientras todos intentaban reacomodar sus rutinas y sus posiciones. Los empleados de Ingram parecieron reacios a la idea de que Craig tuviese más libertades, pero no protestaron y eventualmente hicieron caso omiso de su existencia. El inglés se mostraba más apático de lo usual y también más reservado, negándose a meter la pata de nuevo y revelar cualquier cosa que Craig pudiese explotar como chantaje.

De todos los habitantes de la guarida, Riff fue el más afectado. Sus heridas habían sanado pronto, pero la humillación y el peso que esta acarreaba seguían presentes. Craig lo sentía puesto sobre sus hombros cada vez que el matón lo observaba desde el otro lado de la habitación, con una mano, como siempre, hundida en su bolsillo, pero ahora con una amenaza mucho más real que antes.

Riff consiguió un arma. No era el único; todos los empleados de Ingram recibieron un generoso e imponente armamento, sin duda gracias a las nuevas ventajas de tener a Craig a la disposición de Bruno con tan solo una llamada. Por la actitud generalizada de desdén hacia él, Craig adivinó que sus actividades en la casa de Bruno eran más o menos obvias para todos. Craig se preguntó cuánto de la aversión y las miradas desviadas eran por asco y cuántas por miedo al mandamás.

La mayor proeza de Bruno era la presión que ejercía sobre sus subordinados a pesar de no estar presente. Habían pasado dos meses sin llamada alguna y el horror de la primera vez calado hasta sus huesos era lo único que convencía a Craig de que no había sido una pesadilla. Si se concentraba, podía sentir de nuevo las manos ásperas recorriéndole el pecho, aferrándose ferozmente de su cuello con toda la intención de matarlo hasta que un arrepentimiento fugaz hacía que lo soltase. Esas sensaciones jamás se irían, jamás lo dejarían; había sido real, cada segundo, y Craig lo reconfirmaba varias veces a la semana a través de pesadillas que lo dejaban rogando por una distracción.

Su trato con Ingram era todavía poco claro, pero había sido una mejora considerable. Craig respondía a la animosidad de Riff con un análisis exhaustivo del tipo, de todas sus actitudes, a manera de poder medir sus reacciones para cada petición que se le pudiese ocurrir. Intentó primero probar las aguas al solicitar papel y lápiz para escribir lo que fuese durante sus ratos de lenta paranoia en la oficina que seguía llamando su habitación. Ingram dejó que Riff juzgara los límites, y el matón no vio amenaza alguna en la escritura.

Craig creyó que esa había sido su primera victoria, pero no contó con la supervisión a la que Riff lo sometería. El chico no podía deambular por el edificio sin que Riff lo siguiese y, de cuando en cuando, lo manosease exhaustivamente en busca de una carta secreta o alguna nota de socorro inexistente. Siempre se detenía justo antes de que la molestia de Craig se tornase demasiado violenta, pero el mensaje seguía siendo claro como el agua: Riff no confiaría nunca en él, con o sin trato.

Para fastidiarlo, Craig no tardó en realizar su segundo pedido: visitas a la biblioteca. Riff tenía sus dudas pero Ingram accedió, y el chico se preguntó cómo se las arreglarían para hacerlo posible. Era todavía un menor de edad y no tenía ni la mitad de las cosas que necesitaría para una membresía. Al final la solución fue lograr que Riff obtuviera una, y el resto de cabos sueltos se atarían con una plática muy fuerte e incisiva con los empleados de la biblioteca pública más cercana.

Craig, atrapado en el asiento trasero del auto de Riff, con los seguros puestos para que no pudiese abrir la puerta desde el interior, observó por la ventana ahumada cómo un pobre bibliotecario era acechado por tres traficantes de cocaína. Parte de él quería reírse por lo inverosímil de la escena, y otra parte quería disculparse.

La biblioteca pública no era espectacular, pero Craig se encontró con los ojos llorosos y las manos temblorosas mientras caminaba hacia las puertas de cristal. El edificio era un simple cubo grisáceo, con alfombras beige y estantes metálicos a su interior, y Craig aprovechó los segundos en que Riff se mantuvo a unos cuantos pasos de distancia para imaginarse en otra vida, otra realidad, donde quizá habría podido venir a un lugar así con Kit o con Matilde, donde estaría buscando un asiento para estudiar para sus exámenes en la escuela. Donde no era un perro que simplemente había logrado alargar su correa.

Escrito en el AsfaltoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora