La segunda recuperación tomó más tiempo. Craig estaba casi seguro de que tenía costillas rotas debido a lo mucho que le costaba respirar, y tardó semanas en dormir sin despertarse a cada hora para reacomodarse. La radio-reloj seguía siendo la única compañía que lo mantenía más o menos cuerdo, y ahora había logrado recuperar la noción del tiempo, de las horas y de las fechas. Su cumpleaños número quince había pasado sin que nadie supiera que estaba más muerto que vivo, por lo menos anímicamente, encerrado en una habitación con más de dos centenares de libros de cuentas.
Pensar demasiado lo aturdía, pero tampoco le gustaba sentirse estúpido. Con un esfuerzo, Craig escribió todo lo que recordaba de la escuela en los reversos de las páginas cargadas de números, con los resaltadores amarillos. Todo era ilegible, pero le servía para pasar el rato y ejercitar la mente.
No eran novelas, pero los libros sobre economía y contabilidad no tardaron en volverse interesantes para un Craig cuya desesperación bordaba en la locura. Luchó por entender los textos, por llenar los vacíos de las palabras cuyo significado no llegaba a concretar en su mente, por imaginarse por qué alguien elegiría dedicarse a eso de por vida por voluntad propia. A pesar de todo, habría preferido ser contador que seguir ahí por el resto de sus días.
Incluso la comida era una manera de entretenerse. Craig se dio cuenta que las latas eran compradas en paquetes, casi siempre de diez o doce unidades. Por diez o doce días comía lo mismo, y luego hacía apuestas consigo mismo sobre lo próximo que Riff compraría. Sabía que Riff era quien hacía las compras, porque de Ingram era impensable. A veces, en su plato aparecían también las sobras a medio devorar de otras personas, y Craig ni siquiera tenía la fuerza para sentirse asqueado y negarse a comerlas.
Estaba a medio camino de convertirse en un obediente perro de granja, alimentándose de sobras, demasiado exhausto para quitarse del camino cuando sus dueños amenazaban con patearlo. Era gracioso y al mismo tiempo era deprimente.
Craig terminó la cuarta racha de comida luego de la segunda golpiza, consistente en doce latas de vegetales mixtos salteados, y la idea de comer algo diferente al día siguiente aminoró la depresión en la que caía unos días sí y otros días peor. Pensó, también, que su rostro ya estaba totalmente sano de nuevo. Tal era su suerte que a pesar de todo su nariz seguía intacta, sus labios llenos, y su cabello relativamente suave y brillante.
La ansiedad le ganó a la depresión, y Craig pasó pendiente de la puerta a espera del llamado, del día decisivo. Se preguntó cómo sería para los demás chicos de su edad saber que iban a abusar de ellos meses antes del hecho, y si ellos también sentirían el abandono total y oscura resignación que él experimentaba en esos momentos.
Pero el llamado no llegó. Los días avanzaron, las latas cambiaron su contenido, el clima se volvió más frío, y su cuerpo seguía intacto. Craig escuchaba la radio casi durante las veinticuatro horas del día, cantando varias canciones de memoria, releyendo sus libros de contabilidad, y dos meses después Ingram no se dignaba a tomar su siguiente decisión y terminar de matar a Craig como se debía.
El frío era ya demasiado intenso para quedarse únicamente con su ropa sucia. Craig tomó las páginas vacías de uno de los archivos y las unió con pedazos cortados con los dientes de cinta adhesiva para hacerse una sábana improvisada. Fingía que eso le ayudaba a mantenerse caliente cuando, por fin, la puerta se abrió, y en lugar de simplemente deslizar otro tazón de comida por el suelo, Riff le lanzó una cobija y una camisa desteñida.
Craig no se lo esperaba. En su mente, Ingram estallaría dentro de la habitación para arrastrarlo fuera y deshacerle el estómago a patadas. En su lugar, Riff parecía falto de sueño y hostigado.
—Tienes que ganártelos —dijo, señalando las cosas que había traído con la barbilla—. Trabajando. Cámbiate y ven conmigo.
No comprendía lo que pasaba. Riff, impaciente, cerró las manos en puños como si tuviese la intención de golpearlo, solo para que el chico se moviera. Craig se quitó la camisa mugrienta con la que había escapado de Cowden hacía ya más de tres meses, y la tela de la camisa nueva se sintió suave y cálida contra su piel.
ESTÁS LEYENDO
Escrito en el Asfalto
Teen FictionLa ciudad de Vertfort fue, por muchos años, tierra de nadie. Ahora, luego de generaciones de herederos, bancarrotas, absorciones y traiciones, quedan tres familias: Arkwright, Landvik, y Melville. Vinny Melville, a sus dieciocho años, es el joven h...