LXXV

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Cuando Jin se fue, relativamente pronto para su gusto, se sintió muy solo.
Volvió a su habitación y empezó a hablar con algunos amigos, a consultar algunas ofertas de trabajo y a esperar. Su madre le había prohibido salir en el fin de semana así que estaba algo amargado con respecto a eso. Por lo demás, no se había llevado mayor castigo. Ellos tampoco le habían pedido demasiadas explicaciones.
Le mandó algunos mensajes a Jungkook para saber cómo se encontraba y salió de su cueva. Sus hermanos le recibieron con una sonrisa y se quedaron jugando a videojuegos toda la tarde.
Cuando por fin llegó la hora de la cena, Tae se dio cuenta de que su estómago estaba prácticamente vacío y agradeció el olor delicioso que salía de la cocina pequeña de su madre.
Se sentaron todos a la mesa y Tae sintió el vacío que su padre dejaba a la hora de las comidas. Preguntó de nuevo por él y su madre le respondió, algo cortante, que seguía atendiendo a su abuela. Él se preocupó pues, a pesar de que su abuela enfermara de vez en cuando, siempre regresaba en dos días como máximo. Aquello parecía ser aún más serio, así que esperó a que terminasen de comer para hablar con su madre sin los pequeños delante.
La cena estuvo amena, los niños contaron su día en el colegio y Tae se quejó por no haber podido ir a clases con sus amigos. Estar en casa encerrado todo el día y que tu madre te obligase a limpiar el váter no era una gran opción. Estaba deseoso de que llegase el día siguiente y pudiera ver a Jimin y saludar a todos sus demás amigos en el instituto. Tenía ganas, en verdad las tenía.
Cuando por fin terminaron de cenar y guardaron todo y pusieron los platos en el fregadero los niños se fueron a jugar al salón, ajenos a lo que le preocupaba tanto a Tae. La cocina se quedó en silencio unos segundos. Solo se oían las risas de sus hermanos un poco amortiguadas y la televisión a todo volumen. Tae se acercó a su madre mientras está guardaba la cena sobrante en la nevera. Se giró y encaró a su hijo con un semblante serio y preocupado. Tae la observó unos segundos y ella suspiró rendida. —Voy a preparar un café. ¿Quieres?
—Sí. —no la dejó hacerlo. Se ofreció a poner la cafetera en acción mientras ella se apoyaba en la encimera, aparentemente agotada. Se cruzó de brazos en un intento de abrazarse a sí misma mientras su hijo preparaba un poquito de su bebida más amada en aquellos días. Cuando le entregó la taza caliente que desprendía el delicioso aroma con un poco de leche condensada sonrió agradecida. Realmente adoraba a su hijo, y precisamente por eso no quería que él se metiese en aquellos embrollos familiares, y menos habiendo salido de uno hacía poquísimo.
El problema era que no podía ocultarle nada, por mucho que lo intentase, él ya tenía una edad y se notaba su madurez. Tomó un trago largo del café. Además él también tenía derecho a saber qué era lo que le estaba ocurriendo a la mujer que le había criado durante catorce años.
—Tu abuela tiene una enfermedad terminal. —dijo atragantándose un poco con su café. Tae abrió los ojos desmesuradamente. Aquello no debía ser cierto, no podía ser. Ella no...
—¿Qué enfermedad?
—Cáncer.
Apretó la taza que había entre sus manos con fuerza. Sintió cómo sus uñas se tornaban de un color blanco, al igual que sus dedos. ¿Cáncer? ¿En serio tenía que ocurrirle aquello a él?
No podía ser cierto.
—Tu abuelo no quiere cuidarla y por eso tu padre ha ido a pasar sus últimos días con ella...
—¿Que el abuelo qué?
Su madre dio otro largo sorbo que le desesperó.
—No quiere cuidarla. Tu padre ha tenido que irse porque no le importa tu abuela.
Sintió como sus manos empezaban a quemar, como su cuerpo empezaba a arder de la ira, de la impotencia, del dolor repentino, de la tristeza. Soltó la taza y su madre pudo apreciar el tembleque insistente en sus manos. Sabía que había hecho mal contándole a su hijo la situación, pero no había tenido más opción.
—Quiero ir.
—¿Qué? —de entre todas las reacciones posibles que había imaginado que tendría su hijo, esa desde luego, no se la había esperado.
—Quiero irme con papá. Con la abuela.
—Cariño, ahora las cosas...
—Mamá, está a punto de morir. —le cortó con lágrimas en sus ojos y la voz tan dura como quebradiza. Su madre alzó la vista y lo que vislumbraron sus ojos fue algo tan horrible que habría preferido haberlos cerrado para siempre. Su hijo mayor estaba llorando, y con la mayor cara de dolor que le había visto jamás. La expresión en su niño la encogió el corazón y se acercó para abrazarle fuertemente, no sin antes depositar en la encimera su taza humeante.
—No puedo dejar que te vayas. Tu padre ahora no está trabajando y tenemos que comer...—se separó de él mirando inquisitivamente hacia el salón. —Nuestra única fuente de dinero eres tú. No puedo dejar que te vayas, lo siento cariño.
Tae pareció pensarlo unos segundos. Su cara derrochaba nerviosismo y abatimiento. Y sus manos no dejaban de temblar sin parar.
—Hablaré con papá. Si él se viene y me deja a mí cuidar de la abuela no habrá problema.
Su madre cogió de nuevo su taza de café y bebió de ella intentado ocultar su rostro de reproche. Era entendible que ella no le quisiese lejos de ninguno de los modos, pero también era entendible que él quisiese vera su amada abuela y despedirse de ella con todo el amor que le debía.
—¿Y tus clases?
—Las iba a perder de todos modos con el trabajo.
Acabó asintiendo ante la idea de su hijo y él sonrió ligeramente. Estaba feliz, pero no de la forma que le gustaría. Le habría gustado poder ir a la casa de campo de su abuela como hacía todos los veranos, contento y con ganas de verla. Ahora tenía miedo del panorama que iban a presenciar sus ojos: su abuelo indiferente con el estado de salud de su mujer, todo cubierto de nieve y muerto, y un constante cielo nublado que no dejaba que se colase ni una chispa de sol.
Tenía miedo de muchas cosas y una de ellas era perderla.

The Way We Became StarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora