CAPITULO 22:

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Al otro día y bien temprano como el padre le había solicitado, Paulina preparó a sus hijos para el primer día de escuela. Y no se supo si estaban más nerviosos ellos, por todas las cosas buenas que les enseñarían, que les dijeron Abel y Luis la noche anterior; o Paulina porque por primera vez tendría que soltarlos y dejarlos completamente solos con otros desconocidos. Con mujeres que ella no conocía, pertenecientes al convento del pueblo; y con otros niños quizás más grandes que ellos. Sabía que Emi y Jerónimo eran verraquitos como a ella le había tocado aprender, pero una madre no dejaba nunca de preocuparse.

Los vistió de la mejor manera con la ropa más buenecita que tenían, peinó a Emi con coletitas bien pulidas y les dio su buen desayuno; incluso a pesar de que el padre Abel le dijera que los niños lo tendrían todo allá hasta la hora de la salida. Luego lo siguió a él una vez terminó de presidir la misa de seis treinta de la mañana. Supuestamente se reunirían con la Madre Gertrude en su oficina antes de la entrada de los chicos a clases, y la profesora que quedaría a cargo de ellos los buscarían para llevarlos al aula. Los primeros días serían de adaptación con las temáticas y actividades, y no se les tendría en cuenta el estudio sucedido anteriormente en el colegio antes de que ellos ingresaran. Cuando los papeles quedaran listos, ella y el padre regresarían a la casa cural, como si no se hubiese desprendido de una parte grande de su ser.

—No se angustie, Paulina. Todo irá bien hoy.

Lo miró mientras iban unos pasitos más adelante de ella. Como el día anterior también llevaba la túnica negra y un sombrero del mismo color en la cabeza, y aunque parecía de lo más serio, su semblante era el de un hombre despreocupado, feliz con la vida.

Emi la aferró más de la mano, sin perder detalle de las calles dejadas atrás para ir a la escuela. Aunque su hija no tuviese aún muy claro qué lugar era ese.

—Fácil para usted decirlo. Es la primera vez que me desprendo de mis hijos. No sé si esté preparada para confiar en que no me les harán nada.

—Todos los papás lo hacen con sus hijos—la miró—llevarlos al colegio. Y le aseguro que los que tienen a los niños en el convento de las hermanas nunca se han quejado de nada. Saben cómo tratarlos y salen bien preparados al acabar la primaria.

¿Cómo esperaría él que ella entendiera lo que le explicaba, si Paulina misma no había estado nunca en un colegio?

—Allá lo tiene.

Le señaló lo que parecía una casita amarillo pastel con grandes rejas, y detrás conectado con esta, una mole de ladrillo de varios pisos. En ese momento las entradas estaban cerradas y solitarias sin niños. Y era lógico. Los pequeños ingresaban a las siete treinta y apenas iban a ser las siete de la mañana. El sol terminaba de asomar por las montañas, y sin embargo el clima era muy frío.

—¿Aquí es donde vamos a vivir, mami?—inquirió Emilia con curiosidad.

—No, boba. Vamos a estudiar—se burló su hermano.

Paulina apretó más las manos de ambos en las suyas.

—Pero no tienes que ser tan grosero con tu hermanita, Jero.

—Perdón—refunfuñó.

Mientras más se acercaban, más vieron lo grande que era el edificio y como conectaba también con otra casa más elegante de color gris. A Paulina se le revolvió más el estómago de los nervios. ¿Cómo sería el trato de las maestras? ¿Les tendrían paciencia a sus niños? O harían uso de un rejo para castigarlos, como hiciera su madre.

Se dio moral internamente. Tenía que mostrarse valiente frente a sus hijos.

Los padres le habían dicho el día anterior que eso sería lo mejor para sus niños, y si ella no se mostraba segura, a ellos también les entraría el pánico y todo se echaría a perder. Que sus hijos gozaran de un buen futuro era su misión, ¿y cómo podía cortarles las alas por simple miedo? Tenía que dejarlos crecer, y ella aprender a soltar.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora