CAPITULO 82:

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Decir que Emilia se molestó y le dolió saber que no volverían a Don Matías, fue poco. La niña hizo un duelo – que otros llamarían rabieta – de varios días, pidiendo a gritos a su papá, queriendo regresar, y pataleando en el suelo porque no lo vería nunca más, ni a Figgaro con él. Ismenia, tanto como Pao y Jerito habían hecho de todo para distraerla, pero la niña estaba inconsolable. Se dormía llorando, despertaba llamándolo, y ya no jugaba como antes.

Paulina no supo qué más hacer, ya bastante mal con su propio dolor para intentar calmar a su hija de seis años. Para Emi, Abel era su angelito, su héroe, su ejemplo a seguir, y que supiera que ya no lo vería más, la descompensó. Eran tanto uno como padre e hija que Pao cayó en cuenta mucho después que los dos cumplían años el mismo día. Como si desde antes de nacer se hubieran elegido mutuamente, y ahora la niña sufriera una tremenda perdida solo por estar a miles de kilómetros.

Su tía le garantizó cuando volvían de inscribirlos en un colegio cercano al barrio La América, que conforme avanzaran los días la niña se calmaría, pero ella no estaba segura de que eso fuese a ser pronto.

Luego en la tarde casi noche pudo respirar más serena al verla distraída, pues haciendo entre los cuatro la cena, Emilia se reía en brazos de su nueva prima mientras moldeaban unas arepas de maíz con masa. Ella, descalza, picaba un poco de tomate con cebolla para ponerle al pollo desmechado, y Jerónimo le ayudaba a poner los individuales en la mesa. Mientras se concentrara en tareas fáciles, podría dejar de pensar en Abel y lo mucho que ella también lo extrañaba. Quizás hasta el punto de enfermar ligeramente. El tratar de comer la cena que preparaban era un avance, ya que estaba sin apetito, vomitándolo todo y cansada. Un embarazo no era según los exámenes médicos que se había hecho el día anterior, y solo se trataba de que somatizaba lo que estaba viviendo. Pero no dejaba de ser fastidioso levantarse con náuseas o sentir repulsión de lo que antes le gustara. No se obligaría a comer más de lo que su estómago aceptara. 

Alguien tocó el timbre de la casa dos veces.

—¡Yo abro!—gritó Jerónimo mientras se encaminaba a la puerta.

Paulina y su tía se miraron.

—Cariño, no vayas a abrir esa puerta sin saber quién es, por favor.

Podría pasar que se tratara de Jesús, aunque ya no lo creía tanto.

—Es Milena, mami—la alegría le llenó el estómago cuando se fue a asomar a ver a su amiga—¡¡Y papá!!

Ella frenó en seco en la entrada de la cocina, viendo a la puerta de la casa. A un Abel muy sonriente en la entrada, que caía de rodillas para abrazar a Jerónimo, y a una Emilia que se había escurrido de los brazos de Ismenia para correr a él. Los niños gritaban felices, y Emilia hasta lloraba abrazándolo.

—¡Viniste, papáááá! Tengo tanto que contarteeee.

—Y yo—añadió Jerónimo—¿te quedas a comer con nosotros? Mamá y la prima hacen arepas rellenas

A ella le faltó el aire cuando sus ojos esmeraldas se clavaron en su rostro. Deshizo unos pasos hacia la sala y de allí no pudo pasar. Su mano se aflojó y el cuchillo fue a parar al suelo, no sin antes cortarla en el pie. El dolor de la herida no fue tanto como la sorpresa de ver que él estaba allí. Y de que seguía teniendo el mismo efecto en ella.

—¡Linita, te cortaste!

Dio un respingo cuando su tía la tocó en el hombro.

—Estoy... yo estoy... no te preocupes, tía—volvió a verlos a ambos. A Abel que la estudiaba nervioso pero también emocionado, y a Milena que reflejaba la aprehensión en persona—ustedes... ¿ustedes qué están haciendo aquí?—los niños se apartaron, dejándolos entrar.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora