CAPITULO 41:

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—Con cuidado—la dejó estable en el pasillo de la casa cural mientras él cerraba la puerta. Pues aunque ya no le fallaban las piernas como ahora cuando casi se había desmayado en sus brazos, si se sentía un poco desalentada.

En el tiempo que había estado en el convento con las hermanas Rebecca y Astrid, se había tomado dos aromáticas de manzanilla para los nervios y medicamentos para el dolor. Y ambas religiosas le habían ayudado a limpiarse la sangre de las heridas, poniendo vendajes provisionales que serían cambiados durante la noche. Pero el susto no se le había pasado en absoluto. Le parecía aún escuchar los gritos de la hermana Auxilio insultándola y el sonido del palo contra su espalda. De milagro que no tenía rota la columna. Luego el padre había ido por ella para llevarla a casa. Bonita sorpresa cuando apareció acompañado de la demonia y con bastante autoridad la hizo arrodillarse frente a ella para pedirle perdón. Paulina se había sentido un poco contrariada mientras la monja miraba al suelo y recitaba un: lo siento, señorita Uribe, abusé de mi poder como profesora y la traté como no se lo merecía; pero la había perdonado.

Ahora a ella ni le importaba, después de que el padre le dijera que sería trasladada lejos y desautorizada de dar clases. Su preparación la continuarían Luis y él, si es que ella podía volver a escribir.

Abel le puso la mano en el hombro.

—¿Quieres algo de comer o beber, que te suba el aliento?—negó sin decir nada—entonces vamos a curarte esas manos.

Lo vio ir en busca de algo al segundo piso.

—¿Las hermanas no lo habían hecho ya?

Él se detuvo.

—Sor Rebecca me dijo que solo un poco de limpieza de la sangre, pero será necesario desinfectar y volver a vendar. Espérame en la cocina mientras tomo un botiquín que tiene Luis.

Obediente, fue a esperarlo allí en el mesón de la cocina. ¿Por qué qué más podía hacer ella? Le dolía hasta el solo hecho de tocarse los nudillos, pensar en curarse sola era imposible. Miró los vendajes con un poco de sangre y solo cuando se cercioró de que podía mover los dedos y que la monja no se los había quebrado, recordó como él la había salvado, llegando como un guerrero poderoso, instaurando el orden en la sala y después tratándola con esa suavidad. Con qué dulzura la había estrechado en brazos cuando ella no aguantó el peso de lo que había ocurrido. Su mano contra su cabeza reteniéndola mientras le susurraba que todo estaría bien. Y luego cuando la dejó encargada con las monjas.

«—Me la van a cuidar como si fuera el tesoro más valioso de Dios. Que nadie salvo ustedes dos se me le acerque y me la toque».

Paulina casi que se había quedado sin aire como ambas monjas, y ahora estaba aquí esperándolo. De nuevo solos.

¿Por qué la habría ayudado tanto?

Volvió en sí, mirando a la entrada cuando el padre regresó, trayendo una caja con una cruz roja, y una toalla grande como para cubrir el cuerpo entero. Puso las cosas sobre la mesa, dejando la toalla más alejada, luego fue por una taza con agua y jabón y se desinfectó.

—No va a ser bonito, para que te vayas haciendo a la idea.

Ella sonrió con tristeza.

—No te preocupes. Ya me he acostumbrado a estas heridas y golpes.

Se sentó a su lado con sus rodillas casi rozándose, se puso guantes y extendió las manos. Ella le pasó una, un poco temerosa.

—Respira, vamos a empezar. Y trataré de ser cuidadoso.

Le soltó la venda del nudo que le habían hecho las hermanas y empezó a desenrollar. Pao no pudo evitar encogerse un poco cuando llegó a donde el vendaje se pegaba un poco en la carne.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora