CAPITULO 77:

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¿Qué si la había extrañado? Como si le faltase una mano o un pie. ¿Se moría por abrazarla y besarla? Definitivamente. ¿Lo podía y lo iba a hacer? No.

Nunca más.

Esos días sin ella habían sido una agonía. Noche perpetua. Dolorido por cómo habían terminado las cosas. Triste por no poder darle lo que ella anhelaba. Incierto... porque se había pasado el fin de año en una batalla perpetua de: ¿Y si me salgo? ¿Y si la amo? ¿Y si mejor no? Extrañaba sus besos y abrazos. Su aroma. Sentirla contra su pecho como aquel día que se habían amado hasta la madrugada. Extrañaba verla sonreír cuando le daba los buenos días, y tratarla de tú. 

Había luchado por distraerse en la finca de su hermano, platicando con la familia de la esposa de William, comiendo de la cena de fin de año, y tratando de olvidarla mientras su amigo Luis le daba ánimo. Pero en la madrugada cuando ya todo había terminado, sus ojos insomnes, las vueltas en la cama y la imagen de su Paulina allí viva en la memoria. Solo se calmó un poco cuando llegó de regreso a casa y se comió la merienda que ella le había dejado. Pero ahora veía que como estaban las cosas... su amor viviría en una eterna oscuridad. Preciosa como nunca con sus cabellos sueltos y brillantes como si los acabara de lavar. El rostro límpido aunque los ojos llorosos. El abismo entre los dos se volvía insalvable a cada minuto.

—Perdón—le dijo luego de un rato, no encontrando otra forma de salvar lo que quizás ya estaba muerto—por algunas de las cosas que dije antes de que te marcharas donde Milena.

—No tiene qué. Es lo normal. Fui yo quien malinterpretó las cosas entre los dos.

—Eso no es verdad.

Ella se tensó.

—Lo es, y por favor no más sobre el tema. Prefiero irme ya mismo si va a ser como ese veinticinco de diciembre. Sé que lo que hicimos fue un error, y no quiero que me lo vuelva a recalcar.

Agachó el rostro.

—Ese día dije cosas de las que me arrepiento con sinceridad.

Como de esas palabras, de no haber tenido valor para defenderla. Se arrepentía de no haberla estrechado entonces en brazos frente a Luis y decir lo mucho que la amaba sin importar si con eso le daba la espalda a Dios. Pero ya era tarde.

La vio enderezarse y que su mano apretaba algo con cariño y devoción.

¡El Rosario que le había regalado!

—Sí. Se arrepiente de muchas, y la más grande de ellas fue el decirme que me amaba, supongo.

Vio lágrimas en sus mejillas.

—Paulina...—se levantó.

—Deje así, padre. Ya todo está dicho y mejor acabar bien y en paz. Yo ya no quiero más dolor.

Él tampoco lo quería sinceramente. ¿Pero qué podía decirle?

«Te amo». Sugirió su corazón. «Lanzarte al vacío y arriesgarlo todo por ella».

—Entiendo.

Volvieron a quedarse en silencio, salvo por los sonidos de ella sorbiendo por la nariz.

Podía palparlo. Su dolor. Podía sentirlo como si estuvieran conectados en un mismo cuerpo y alma. Y se le partió el corazón en millones de pedazos.

—Una persona... le dijo una vez—empezó ella—que cuando se amaba una flor no la arrancabas sino que la dejabas estar—asintió—que dejar ir también era amor—la vio ponerse de pie un poco inestable y cuando intentó prestarle el brazo, ella lo alejó.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora