CAPITULO 52:

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¿En qué estaba pensando?

¿Qué podría tenerla cerca y seguir manteniendo distancia? ¿Qué le cumpliría su promesa tanto a Dios como a su amigo Luis y ni siquiera le dirigiría la palabra?

Caminó a zancadas largas lejos de la casa cural, con su chaqueta bien ceñida por el frío. Tenía que serenarse. Respirar hondo y volver a la calma. De lo contrario al volver cometería una locura como encerrarla en su cuarto hasta hacerla suya, y si eso pasaba, tiraría todo su ministerio a la quinta porra. Respiró hondo y salió vaho por sus fosas nasales.

—¿Cómo es que te has metido tanto entre la piel y mis pensamientos que me vuelvas un completo idiota?—susurró—solo eres una mujer normal y común.

Frenó en mitad del parque solitario.

No. No era cierto. Ella no era una mujer normal o común y era por eso que se había enamorado de ella. Era fuera de lo común. Era de las mujeres que ya no había. Con valentía como para haber huido solita con sus dos niños desde Belmira, una belleza encantadora para dejar sin aliento. Paulina se le medía a todo, todo lo probaba guiada por su curiosidad, no le temía al aprender, decía lo que sentía sin pelos en la lengua, cantaba con desparpajo en la cocina o mientras hacía las tareas, y aunque no fuera muy a menudo también tenía cierto sentido del humor. Ella era simplemente única y preciosa. Y después de haberla probado, ya sencillamente no la podía dejar. Era desesperadamente adicto a ella.

Se sentó en una banca. La misma en la que siempre se sentaba para alimentar a las palomas. Solo que sus amigas ya debían estar dormidas.

¿Qué iba a hacer con lo que sentía? ¿Cómo iba a seguir adelante?

Si Luis hubiera sabido lo que había hecho después de jurar alejarse, lo habría matado. Por no decir que ya habría sacado a Paulina. El necesitaba pensar. Pensar a solas por un tiempo. Porque los sacramentos de los niños de Don Matías también estaban ad portas y monseñor estaría por llegar. No podía dejar entrever lo que él estaba sintiendo y también lo que Paulina le correspondía en silencio. Ella no se merecía siquiera que todo el peso le cayera como una lona. Tenía que mantenerla a salvo de todo eso. ¿Pero cómo protegerla y a su vez no renunciar a lo que estaba sintiendo?

Miró al cielo.

—¿Qué debería hacer, Dios? ¿Tendría que renunciar a ti para cuidarla? ¿Alejarme definitivamente de ella para no herirte a ti?

Pensó en su ex novia Rocío, en el juramento que le hiciera. La recordó en sus brazos antes de morir.

«—Prométeme. Prométeme que serás el buen sacerdote que te estás planteando... Prométeme, Abel, que nada te hará renunciar—las lágrimas en sus ojos—porque si fuiste tan cruel para tomar esta decisión cuando nos íbamos a casar... tú no sirves para amar».

Y en efecto. Él se lo había prometido. Porque tenía razón. Si la había lastimado a ella de esa forma hasta que perdiera la vida, ¿Qué daño no le causaría a Paulina? ¿Y cómo renunciar cuando amaba servirle a la gente? Compartir con ellos, llevarlos al Señor.

Apoyó el rostro en las manos.

Tenía que alejarse. Tenía que tomar más distancia, al menos por un tiempo, o se iba a volver loco.

Miró otra vez la noche.

Se levantaría temprano para presidir las eucaristías. Y luego le pediría a Luis que lo cubriera. Se marcharía por unas semanas a casa de su hermano. Tal vez en compañía de él, su esposa y sus sobrinos, se olvidaría de Paulina, dejaría de sentir ese fuego interno por ella. Cuando volviera podría tratarla con indiferencia y salvarse los dos.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora