117. Punto de quiebre (2)

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No había una institución, organización ni asociación que ocultara la información con tanto escrutinio como hacía el templo.

La verdad no importaba, importaba lo que el templo decía.

– Nos reportaron una epidemia y nos llamaron para mover los cadáveres, el primer día todo marchó en calma, los sanadores de su lado, nosotros en el nuestro, nada anormal, el segundo día algunos soldados enfermaron, para el tercer día éramos todos los menores de quince, en el cuarto día fue cuando vi a Bela, entre los aldeanos, los médicos y los soldados, llegaron a seiscientos enfermos y cerca de doscientos muertos – explicó en el camino a la habitación.

Arturo Bastián abrió a la fuerza la puerta y encontró a Bela sentada sobre el sillón y sobre la mesa un gran plato de bocadillos y un platillo de carne con guarnición.

Le dijeron que llevaba tres días sin comer y él estuvo preocupado todo ese tiempo.

Bela devolvió una galleta a la pila y se levantó – ¿qué ocurre?, ¿pasó algo con el guardaespaldas del Marqués Oslo?, intenté advertirles, ¿por qué no me escucharon?

– Él está bien – le respondió Arturo Bastián – estamos aquí por otra razón, Tristán me preguntó sobre lo que pasó hace diez años en los pantanos, ¿lo recuerdas?

Bela pensó que para ese momento el Marqués Oslo ya habría entrado en razón y Marjory habría recibido un castigo.

Lo que no esperaba, era que vinieran a interrogarla.

– ¿Qué hay con los pantanos?, fue hace mucho tiempo.

– Hay algunos datos que no coinciden, ¿recuerdas lo que pasó? – extendió su brazo al ver que Tristán estaba a punto de hablar sobre ese evento – la causa de la epidemia, o el número de pacientes, por ejemplo.

Bela pasó la mirada entre ambos y se humedeció los labios – ese año recuerdo que hubo poco más de cien pacientes y la causa fueron los cadáveres en el pantano, he estado en muchas asignaciones, no puedo recordarlas todas.

– ¿De qué estás hablando? – dijo Tristán dando un paso al frente – hubo doscientos muertos, seiscientos pacientes, fue una epidemia que arrasó con el pueblo más cercano a la frontera y jamás hubo cadáveres en los pantanos, estuviste ahí, los enfermos escondidos por los soldados, los que fueron dados por muertos, solo ellos eran más de trescientos, ¿por qué no los recuerdas?

– Porque no estuvo ahí, leyó el reporte y no sabe que el reporte está mal escrito – dijo Arturo y dejó la carpeta sobre la mesa – está escrito tu nombre y sabías que era de esa forma, ¿en cuántas más de tus misiones voy a descubrir que jamás pusiste un pie?

Arturo pensaba en las relaciones públicas y en la gran red de mentiras que envolvían a su esposa para pensar en un plan de contingencia, pero Tristán tenía la sangre hirviendo y lo empujó para sujetar los hombros de Bela – yo te vi ahí, cruzaste el pantano, detuviste a los soldados de enterrarnos vivos, luchaste por sanarlos contra los médicos que te llamaron ¡curandera!, ¿por qué no puedes recordarlo?

– Tristán, me estás lastimando.

Arturo separó a Tristán y lo golpeó en la mandíbula – ve afuera y trata de controlarte.

– Tu brazo, necesito ver tu brazo.

Bela no lo comprendió, levantó su mano y lo notó, el moretón por la vez en que Tristán la sujetó cuando casi tropezó, era una mancha oscura muy pequeña, pero todavía estaba ahí.

– ¿Qué es lo que está pasando? – preguntó Bela sin comprender.

La expresión de Tristán se volvió ceniza y Arturo se lamentó por dejarlo pasar, pero lo necesitaba para conseguir un poco de veracidad de la boca de su esposa – ¿qué parte no has entendido?, el templo se ha encargado de cubrir las faltas de la Santa con las sanadoras, igual como fue en el campamento, ¿y cuál es tu maldito problema?, ¿perdiste a tu novio en los pantanos? – más calmado Arturo volvió la vista hacia Bela – voy a necesitar saber en cuáles de todos los reportes realmente estuviste y en cuales fuiste sustituida.

– Te dije lo importante que era para mí, las promesas – pero todo en lo que Tristán podía pensar, era en la sanadora sustituta que tomó el lugar de Bela en los pantanos – lo sabías y fingiste ser ella.

Arturo se llevó la mano a la cabeza acomodando su cabello y despejando sus ideas – solo vete, no estás en condiciones de tener una conversación – le sujetó el brazo para sacarlo antes de que perdiera el control y los guardias entraran.

– Aún no – se liberó del agarre del Duque – ¿quién?, ¿qué sanadora te sustituyó?, tienes que decírmelo, me lo debes.

Bela no tenía deudas, cualquier malentendido que hubiera entre ambos quedó saldado con los tres años que pasó a su lado, durante todo ese tiempo le permitió tener su compañía, sus palabras y sus afectos.

Ese viejo recuerdo de una década atrás ya debería haber quedado en el pasado para ser reemplazado por su mirada ensoñadora y sus gestos risueños.

Pero tal parecía, que todo lo que le importaba a ese hombre era la estúpida niña que lo sanó.

¡Cómo si tal cosa se considerara una hazaña!

Si ella hubiera ido a los pantanos habría hecho lo mismo, ¿qué había para admirar?

– Responde, ¿quién fue?

Con una delgada sonrisa, Bela supo que ese hombre no merecía su honestidad – no puedo saberlo, no me informaban, solo sé que en cada ocasión fue una persona diferente, todas teníamos edades similares, nadie conocía mi rostro y mi madre tenía una peluca para esos casos, no tengo forma de saberlo.

– Tendrás que conformarte con eso – le dijo Arturo y lo ayudó a salir de la habitación indicándole a los guardias que lo acompañaran de vuelta al campamento en caso de que Tristán tuviera otras ideas o se perdiera en el camino.

De vuelta a la habitación, Bela se sintió vacía.

Los dos hombres que la protegieron cuando el rey Diaval amenazó su vida, los mismos que sujetaban sus manos cuando tropezaba y la colmaban de todos los regalos que merecía.

Esos mismos hombres la estaban abandonado.

– ¿Por qué me estás haciendo esto? – le preguntó a Arturo – soy tu esposa, le prometiste a la diosa Ameritia que me cuidarías y protegerías sin importar lo que pasara, ¿por qué eres tan cruel conmigo?

– Es precisamente porque eres mi esposa, que lo estoy haciendo, si no lo fueras, no me importaría lo que te sucediera.

*****

Tristán dejó el hotel sin ánimos para volver al campamento, por años ese recuerdo alimento su conciencia, la promesa de convertirse en General impulsó su carrera, lo sacó de una depresión y lo hizo volver al camino una y otra vez.

Y en cuanto tuvo oportunidad buscó a la mujer que lo había devuelto a la vida solo para identificar a la equivocada.

La sanadora que le salvó la vida, ¿quién era?

Sintió un dolor en el pecho cuando pensó en Marjory, de todas las sanadoras de Undra, la única a la que maltrató más allá del punto de retorno.

De todas ellas – por favor, no seas tú.

En las afueras de Grimilla Julieta golpeó su puño contra su palma, recordó en dónde había visto ese rostro.

Fue en la villa a donde se mudó después del exilio, en uno de los pasillos había un gran retrato, el de su tía, la difunta Duquesa Angelina Bastián de Daigo y su esposo, el Duque Bruno Daigo.

Ese rostro de facciones duras con las cejas negras muy pobladas y el entrecejo fruncido en un gesto que era demasiado maduro para su edad, los ojos azul cobalto y la espalda cuadrada, aunque ese hombre no tenía los ojos hundidos y había ciertas diferencias, eran muy parecidos.


La petición de la mujer malvadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora