🏹16🗡️

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Desde que Alaric había sido herido me habían presentado como lo que era, la hija de los reyes eternos y por ello estaba a cargo. Las reverencias masivas no se habían hecho esperar y tampoco el trabajo pesado. Estar horas firmando pergaminos, atendiendo los problemas del pueblo y a la vez, ayudando a reconstruir las casas y la muralla, no era nada sencillo.

Me había mantenido de un lado a otro, demostrando constantemente que había llegado para ayudar y no para arrebatarle el trono al rey que conocían.

Alaric por su parte seguía igual de gruñón que siempre. Solo yo era lo suficientemente atrevida como para desobedecer su orden de no entrar a su aposento y me encargaba de limpiar sus heridas, cambiar sus vendajes y alimentarlo.

— Si quiere volver a dar órdenes, entonces coma para que su cuerpo sane rápido. — Me levanté de la silla en la que había estado sentada, tomé su rostro y le metí la comida en la boca. — Como la escupa le irá peor.

Me miraba ofendido y a la vez furioso, pero masticó la carne que le había metido a la boca. Así continué, obligándolo a comer y cubriendo su boca con mi mano para evitar que la escupiera o hiciera otra cosa.

— Ya está. ¿Ve? Solo tenía que cooperar. — Dejé el plato a un lado y volví a sentarme en la silla. — La muralla ya fue terminada y casi todas las viviendas se encuentran construidas.

— La han obedecido. — Murmuró, aún molesto por la "humillación".

— No, no me han obedecido. Hemos trabajado mano a mano para que se lograra. — No me había dedicado solo a dar órdenes, por lo que decir que me obedecieron sería una mentira.

— ¿Quién le enseñó a utilizar el arco? — Sonreí levemente cuando el recuerdo de la primera práctica volvió a mi mente.

— Mi padre. Incluso fue quien lo hizo para mí. — Me puse de pie con la única intención de marcharme. — Vendré más tarde y espero que no sea tan difícil alimentarlo.

— Insolente. — Masculló mientras colocaba mi mano en la puerta y la abría.

— Tan dulce como el veneno para ratas. — Le sonreí falsamente y salí, encontrándome con Kamal.

Siempre que entraba a la habitación del rey, Kamal me miraba como si fuera una suicida pero cuando salía me observaba como una sobreviviente. Era la única persona que entraba y salía de allí sin inmutarse de las quejas, reclamos e insultos del señor del castillo y eso parecía asombrarlo bastante.

—Se encuentra mejor. — Murmuré. — Dentro de un par de días lo volverá a ver caminando por el castillo, no se preocupe.

— No siento preocupación. — Mis comisuras se elevaron lentamente.

— ¿Cree que no puedo ver el parecido entre ustedes? — Su cuerpo se tensó como si hubiera entendido mis palabras. — Sé que son familia. — Llevé los dedos a mis labios e hice como si hubiera una cremallera. — No le diré a nadie.

— ¿Cómo...? — Alcé los hombros.

— No estaba segura hasta que los vi a ambos juntos y pude apreciar cierto parecido pero no se preocupe, no es algo que se note demasiado. — Di dos palmaditas en su hombro.

Cuando estaba por retirar la mano la puerta detrás de nosotros se abrió, obligándonos a girar. Aquellos ojos verdes me miraban desde lo alto y pasaron de mi rostro a mi mano.

No iba a hacerme la valiente, me sentí tan intimidada que alejé la mano de inmediato.

— ¿Qué está haciendo? — Pregunté cuando el silencio se hizo aún más incómodo de lo que ya era. — Está herido, no, casi muere y, ¿se atreve a ponerse de pie? — Con suavidad llevé mis manos a sus muñecas para empujarlo sin tocar las áreas heridas.

Al ver que no pensaba moverse y que tampoco parecía hacerle gracia que lo estuviera tocando, alejé mis manos y las alcé.

— Si no quiere que lo empuje entonces vuelva a acostarse por sí mismo. — Los vellos de mi cuerpo estaban erizados por la frialdad con la que me estaba mirando. — ¿Ha pensado en lo que sucedería si vuelven a abrirse sus heridas? ¿Tanto quiere que tome su lugar?

Sabía que era algo que detestaba, aborrecía la idea de que yo estuviera al mando y no él.

Mis palabras tuvieron el resultado esperando aunque un poco tardío. Lentamente dio un paso hacia atrás pero no cerró la puerta, me miró sin decir nada y lo tomé como si quiera decirme algo en privado. Solo cuando entré caminó hacia la cama y se recostó.

— Aléjese de él. — Ordenó con brusquedad.

— ¿Disculpe? — Mis cejas se alzaron pero no por sorpresa, sino por confusión.

— Que se aleje de él. — Repitió.

— Fue usted quien lo hizo mi guardián. — Me había acercado a la silla que era en donde se encontraban las cosas para limpiar sus heridas y los vendajes.

— Es un soldado, no su amante. No intente tenerlo entre sus mantas. — Dejé las telas y me fui girando con lentitud hacia él.

— ¿Sabe qué? — Tomé las telas que utilizaba como vendas y las lancé, golpeándole la cara y el torso. — Cuídese usted mismo, maldito malagradecido.

Salí de allí hecha una furia. Mis pisadas eran fuertes pero rápidas y lo único que quería era alejarme lo suficiente para no arrepentirme de haberlo ayudado. Mi caminata fue larga, tanto que llegué a lugares a los que jamás había llegado ni escuchado.

Frente a mí se encontraban una fila de armaduras, cada cual más antigua que la otra. Sin embargo, me detuve en una en específico.

— He encontrado tu armadura, papá. — Susurré, acariciando con el dedo índice el área del hombro.

— Usted no puede estar aquí, señorita. — De la nada salió el consejero del gorila.

— En teoría sí puedo. — Mascullé. — Gilderoy, quiero que me hagan una armadura.

— ¿Disculpe? Señorita, las mujeres no...— Giré la cabeza hacia él para que notara que no estaba para tonterías.

— Y quiero que sea idéntica a la de mi padre aunque a mi medida. — Estaba más que decidida y eso no iba a poder cambiarlo el consejero y tampoco el rey, ni siquiera mi propio padre.

— ¿Desea que se utilice la del rey Malek para forjar la suya? — Negué de inmediato.

— No, quiero que ésta se quede aquí, solo deseo una igual. Sin embargo, me gustaría utilizar su espada. — Eso último no era una orden, era una petición.

— Si así lo desea, podrá tomar como suya la espada de su padre, el rey Malek de Edevane. — Asentí en gratitud. — Con la salida del alba vendrán a tomar sus medidas. Con su permiso, eterna princesa.

— Gilderoy...— Ya había tenido esa conversación con él.

Nada de eterna princesa.

— Thabita. — Corrigió con un leve sonrojo en las mejillas.

Volví a quedarme sola en aquella sala en donde se encontraban las armaduras de cada uno de los hombres que habían reinado en Britmongh. Había tanta historia en un solo lugar que me emocionaba.

— Si estuviera aquí te habrías echado a llorar de la emoción. — Susurré, pensando en mi madre. — Y tú me contarías con orgullo las veces que empuñaste la espada para proteger a tu amado Britmongh. — Fue el turno de que el rostro de papá apareciera en mi cabeza. 

Flecha de Fuego© EE #6Donde viven las historias. Descúbrelo ahora