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Dormir en el mismo aposento que lo hacía el esposo o la esposa no era algo que se viera, solo iban, hacían sus cosas y cada cual volvía a su lugar. Sin embargo, Alaric ya no confiaba en ninguna de las mujeres que habitaban el castillo y cuando me escuchó hablar sobre las parejas en mis tiempos, algo llegó a su cabeza.

En un principio pareció escandalizado cuando escuchó que era normal en las parejas ir a dormir juntos pero luego lo pensó, tal vez demasiado para haber sido una simple conversación. Estuvo todo el día callado y con la cabeza en otro lado hasta que me ordenó de la forma más educada posible que fuera a dormir con él.

Descansar en su aposento dejó de ser algo de un día, dos o tres. Poco a poco mis cosas fueron llegando a su dormitorio y de ahí no me dejó salir. Era extraño verlo llegar a dormir o que me esperara despierto, pero también me parecía agradable y hasta bonito que quisiera echar a un lado sus costumbres para que ambos estuviéramos bien y cómodos.

— ¿Todo bien? — Le pregunté mientras se acostaba a mi lado.

— Lextian. — Escupió con una mezcla de cansancio y desprecio. — Desean la liberación de su rey y soldados.

— ¿Lo hará? — Giró su cabeza hacia mí como si lo hubiera ofendido.

— ¿Lo cree? — No, no lo creía. — Enviaré sus cabezas.

— Eso puede causar una guerra a la que posiblemente se uniría Hosmad. — Susurré, acurrucándome contra él, quien gustosamente pasó su brazo por mi cintura para acercarme. — Y Prifac no perderá la oportunidad de atacar cobardemente.

— Incluso si desean unirse no lograrán acabarnos. — Elevó mi rostro con su dedo índice. — Solo debe desear sus tierras y su rey se encargará de obsequiárselas.

— Soy feliz con lo que me ofrece en estos momentos. — Besé castamente sus labios mientras su mano abandonaba mi rostro y se dirigía a mi vientre, algo que había comenzado a ser un hábito en él.

— Nuestra descendencia necesitará tierras para cabalgar con su corcel. — Murmuró sin alejarse de mi boca.

— Entonces tendré que ejercer mi labor como madre y reñiré a su padre cuando desee entregarle a Europa en sus manos. — Comencé a sentir unas caricias suaves sobre mi vientre. — Debería descansar, mañana tiene que hablar con el rey de Ciat, el conde de Sdon y otros más.

La sola mención de la tediosa reunión que tenía con todos sus aliados lo ponía de mal humor y lo comprendía. Eran hombres de distintas procedencias, creencias y formas de pensar, personas que estaban dispuestas a gritarse entre sí con tal de hacerse escuchar.

Entre los que asistirían se encontraba el rey de un territorio que si bien no era enemigo, tampoco se hacía llamar aliado. Udnan era como una viuda negra, sigilosa y letal. Por lo general no se metía en disputas pero cuando sus intereses estaban en peligro no dudaba en atacar. Muchos reinos cercanas temían enfadar a su rey y entre ellos se encontraba Prifac, quien según había escuchado de la boca de Arch, había atacado a Tizdag y por lo mismo había tenido que pasar por las afueras de las tierras de Udnan.

Los salvajes prifactanos no habían intentado hacerse con el reino enemigo porque eran ambiciosos pero no tontos. Preferían ganar dos o tres pedazos pequeños de tierra en vez de enfrentarse a uno de igual tamaño o más grande. Con el único de gran tamaño que se había metido fue con Britmongh y solo porque se odiaban mutuamente.

— No deseo que asista. — Desvié mis besos, pasando por la comisura izquierda hasta llegar a su cicatriz. — Son hombres y...

— No van a lastimarme. — Susurré sobre su piel. — Mi deber es estar presente aunque no hable. — Volví a besar su cicatriz. — Además, usted va a estar a mi lado y dudo mucho que deje que algo me pase.

— Jure que no se acercará. A nadie. — Levanté mi ceja después de escuchar la añadidura repentina. — Ni siquiera al conde de Sdon.

Silencio.

Me quedé mirándolo completamente callada e inexpresiva y él hizo lo mismo. Era como una batalla silenciosa de poder. Alaric quería ejercer sobre mí y yo estaba demostrándole que no me iba a doblegar.

— ¿Está celoso de un hombre con familia y mucho mayor que yo? — Pregunté sin cambiar mi expresión facial.

— ¿Celoso? — Mis comisuras amenazaron con curvearse hacia arriba pero lo impedí.

— Según San Google, que antes de que lo pregunte no sabría cómo explicarle lo que es eso, los celos a los que me refiero son sentimientos de desconfianza que tiene una persona cuando cree que otra siente amor o afecto por una tercera. Es decir, que usted cree que yo siento afecto por el conde. Hay otras tipos de celos que también tendrían la envidia como añadidura, por ejemplo entre hermanos, amigos y todo eso pero eso no aplica aquí y si le explico no descansaría y yo terminaría frustrada. — Hablé muy rápido, tanto que al terminar me sentía fatigada. — ¿Entendió?

— No. — Asentí lentamente mientras me sentaba.

— De acuerdo, empecemos de nuevo. ¿Entiende que los celos son sentimientos de desconfianza? —Asintió, sentándose a mi lado. — Bien, pues esos sentimientos salen cuando ve a alguien que quiere acompañada de otra persona. Puede ser porque cree que se quieren mutuamente y usted no es nadie en ese lugar o porque desconfía. — Dejé de hablar y quise golpearme la frente. — Olvídelo, creo que lo estoy trabando.

— Dice que cuando la veo cerca de un hombre, ¿lo que siento son celos? — Moví mi cabeza de un lado a otro sin saber muy bien lo que debía responder. — ¿El deseo de cortarle la cabeza a Kamal son celos?

— Celos enfermizos pero sí, podríamos considerarlo así. — Su mano sujetó mi cuello con la suavidad de siempre.

Hacía bastante que no me sujetaba del cuello, ya lo extrañaba.

Sin importar cuán extraño o alarmante se escuchara eso.

— No siento celos. — Gruñó cuando notó que estaba a punto de burlarme.

— Claro que no. — Llevé mis manos al cuello de su camisa y tiré, acercándolo a mí lo suficiente como para que nuestros brazos se tocaran. — Es el rey de los celosos, pero no lo vea como algo malo. — Su ceño se frunció. — Muchos ven los celos como algo malo y enfermizo pero yo creo que son parte de nuestra naturaleza. Pienso que sin ellos no seríamos personas. Sentimos celos por lo que consideramos nuestro, sea el afecto de una persona o porque queremos proteger algo que queremos. Es como la envidia, que también forma parte de nosotros. Envidiamos lo ajeno, aquello que deseamos pero que no nos pertenece. Siempre he pensado que de alguna forma ambas van de la mano pero bueno, es sola una absurda creencia sin fundamentos.

— Es usted...— Una risilla se me escapó.

— Extraña, lo sé. — Ambos nos liberamos aunque poco duró porque rodeé su cuello con mis brazos y nos hice caer sobre la cama. — A dormir. — Besé su mejilla una última vez antes de aferrarme a su cuerpo como un koala y quedarme profundamente dormida mientras escuchaba los latidos de su corazón. 

Flecha de Fuego© EE #6Donde viven las historias. Descúbrelo ahora