32.- La despedida del ejercito

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Este dolor, este dolor lo conozco, ya lo había experimentado antes, de hecho, puedo recordar que este sentir fue lo último que experimenté aumentado en diez veces más.

Ojos rojos, ojos naranjos, ojos amarillos, seres imponentes, incontrolables, humanos guiados por hormonas alteradas de algo tan insignificante como yo.

Siento que mi conciencia se pierde entre recuerdos confusos, como si todo hubiera sido encerrado bajo llave, pero por fin una puerta yace abierta frente a mí.

Yo sabía que debía cuidarme, pero no lo hice, comprendía que medicina debía tomar al igual que todos, pero cuando ese momento llegó, yo simplemente no estaba preparada. En un lugar tan bello, recuerdo los árboles, el olor a hierba mojada, no había ni un solo ruido de la ciudad o de las bocinas de los autos que opacaran tal tranquilidad ¿Quién pensaría que aquel lugar se volvería el infierno mismo? Mis amigos, no era su culpa, la culpa fue mía.

¿Yo realmente morí ese día? ¿Morí allí devorada por tantas personas?

—Aynoa...

Sí, esa soy yo, pero también... ¿Cómo me llamaban en ese lugar?

¿Quién soy? ¿Por qué todos esos recuerdos llegaron de la nada?

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Aynoa despertó lentamente en la mañana siguiente, los finos rayos del sol entraron por su ventana iluminando su rostro y poco a poco comenzó a tener conciencia. Observó lentamente la habitación, parecía común que la decoración de allí fuera tan elegante incluso con telas de encaje, pero otros recuerdos habían llegado a su mente.

Estiró sus manos hacia el cielo y se miró las palmas, reconocía su piel y su cuerpo, pero no se sentía ella misma. Sentándose lentamente sin decir una sola palabra, estiró la mano hacia el velador, cogió un plato votando todas las frutas que estaban allí y se miró el rostro en el reflejo.

En el miró una cara conocida, llevaba casi dieciocho años viéndose, conociéndose, sabia incluso cuántos lunares tenía en la piel, pero esta vez otro rostro recordó, uno con una tez mucho más clara, con un pelo castaño casi rubio, unos labios mucho más anchos. No podía estar más confundida.

Volviendo a la realidad lentamente miró la cama y descubrió que no había nadie más que ella en la habitación, recordó al duque y la noche que habían pasado juntos ¿había sido aquel acto que sus pensamientos se quebraran? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

—Alguien... —dijo mirando a la puerta y enseguida una criada vestida con un traje celeste entró.

—Buenos días —dijo la criada, pero ella nunca la miró. El malestar de haber usurpado el lugar de su hermana fue un malestar para incluso lo sirvientes del Castillo.

La criada comenzó enseguida destapando las frazadas de la cama, le echó una leve mirada a la sábana blanca ya teñida y comenzó a sacarla sin esperar que Aynoa se pusiera de pie.

—Di mi nombre.

—Debe apurarse, la gente se reúne para despedir al ejército del duque, no querrá que la dejen ¿no? Levántese por favor, necesito llevar esto al sacerdote —dijo tirando un vestido de dormir a su costado.

—Que digas mi nombre. —Aynoa bajó el rostro y apretó el ceño fuertemente.

—Deje de comportarse como una niña chica —le dijo la sirvienta, pero Aynoa no se sentía la misma.

No le importó estar desnuda, se giró para agarrar un cuchillo del velador y se abalanzó a la mujer agarrándola rápidamente del cuello y posando el cuchillo por debajo de su oído. La sirvienta cayó al suelo mientras era acorralada por la nueva duquesa, con su rostro perplejo y sin una pisca de valentía que había mostrado, sollozó sin dejar de mirar la amenaza que tenía sobre ella. Jamás pensó que la mujer de anoche, frágil y temerosa hoy tomara aquella actitud tan temible.

Tarikan - Las cadenas de la CoronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora