Capítulo 1.

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—¡Amelia!—oyó la mencionada en su oído

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—¡Amelia!—oyó la mencionada en su oído.

La pelinegra se levantó a toda prisa, sobresaltada por el grito, e inevitablemente calló al suelo, no sin antes golpearse la cabeza contra la parte de arriba de la litera.

Todas las mañanas le ocurría lo mismo. Jamás se acostumbraría a levantarse a las seis de la mañana. Qué iba a hacerle si amaba dormir.

—¡Auch!—se quejó frotándose la cabeza, mientras trataba de acostumbrar sus ojos a la cegadora luz de la mañana.

—¿Otra vez igual?—le reprochó, sin poder ocultar una sonrisa la señora Simons, la responsable de su desafortunado despertar—. Todos los días pasa lo mismo. Eres la última en levantarte, Black. Todos están desayunando hace ya rato.

La joven Amelia abrió los ojos sobresaltada y, como una exhalación, salió corriendo hacia el comedor. Si no se daba prisa se quedaría otra vez sin nada. Por suerte, había sido la señora Simons quién la había encontrado durmiendo aún. Si la directora del orfanato se hubiera dado cuenta de que llegaba tarde una vez más no habría dudado en castigarla.

Pero su suerte no duró demasiado. Amelia llegó a tropezones al comedor y, antes de poder frenar, chocó, cómo no, contra la señora Pemberton, la directora.

La niña maldijo su suerte internamente mientras susurraba un vago "perdón" y se resignaba a su prácticamente diario sermón.

Bertha Pemberton era una mujer regordeta y desagradable, siempre vestida con su viejo jersey color caqui, el cual le daba un aspecto de embutido. Casi parecía que no tenía cuello y, bajo su nariz ganchuda, descansaba una horrible verruga que hacía daño al a vista. Por no hablar de sus desagradables dientes amarillentos y desiguales. A Amelia siempre le había recordado a una de esas horribles brujas de los cuentos. Era despreciable.

—¡Black!—le gritó la anciana y amargada mujer—. ¿Qué haces aún en pijama?

La observó de arriba a abajo con odio y rabia en sus ojos oscuros y brillantes como los de un roedor. Ahora si que iba a quedarse sin desayunar. Esa mujer odiaba a todos los niños pero, de algún modo, sentía especial fascinación por amargarle la vida a la joven Black. Siempre era ella a la que iban dirigidos los castigos. Y si, puede que ella fuera algo propensa a meterse en líos, pero no era culpa suya. Bueno, no siempre.

—Ve a vestirte ahora mismo—continuó a voz en grito—. Y vuelve para limpiar la cocina y lavar los platos de tus compañeros.

Hacía rato que la situación había llamado la atención de todos los presentes, que contenían una risilla al verla una vez más siendo regañan por la gruesa mujer.

—Después hablaremos en mi despacho, Black.

Soltando un suspiro, la joven pelinegra caminó de nuevo hasta la habitación que compartía con el resto de las niñas de Radcliffe.

El secreto de Amelia BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora