PRÓLOGO:

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Diez años antes:

Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.

—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció.

Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley... No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter... el niño que vivió!».

Pero lo que nadie sabía, ni siquiera el mismo Dumbledore, era que una semana más tarde, el anciano profesor se encontraría recogiendo a otro bebé. Al parecer las preocupaciones aún no terminaban, ni siquiera con Voldemort desaparecido. Aún había mortífagos sueltos y sin identificar y cantidad de preguntas sin respuesta.

El anciano de larga barba apareció frente a una casa que ya le era familiar. No le gustaba lo que debía hacer pero era su deber. De ello dependía la seguridad del mundo mágico y de una persona en particular.

Rompiendo el silencio que reinaba en la fría y humedad calle, llamó a la puerta y enseguida tuvo ante él a un pequeño bebé de ojos grises y llorosos, que se aferraba con sus pequeñas manitas a la chaqueta de su tía, la joven Andrómeda Tonks.

—Buenas noches, Andrómeda—saludó educadamente el anciano profesor.

—Dumbledore—dijo la mujer mientras hacía un gesto de saludo con la cabeza, haciéndolo pasar.

Estaba tan seria y lo miraba tan fijamente que parecía estar aguantando las ganas de echarlo a patadas de su casa. Siempre había sentido aprecio por Dumbledore pero en ese momentos lo único que quería era que se alejase de su familia.

—Drómeda, querida—se oyó la voz de Ted mientras se acercaba, bajando por las escaleras—, ¿quién...?

El hombre enmudeció nada más ver a Albus Dumbledore parado frente a su puerta.

—Oh, director. Creí que vendría en una semana. Teníamos la esperanza de que...

—Disculpe señor Tonks—lo interrumpió—. Sé que en mi mensaje les comuniqué eso pero me temo que lo mejor será sacar a la niña de aquí de inmediato. Es lo mejor para ella.

Andrómeda no pudo evitar soltar un sollozo mientras abrazaba con fuerza a su pequeña sobrina, la cual había vuelto echarse a llorar.

El señor Tonks, que a pesar de su notable preocupación intentaba mostrarse con calma para no alterar más a su esposa, se asomó a la calle desierta y se aseguró de que nadie pasaba por allí antes de cerrar la puerta. Entonces volvió la mirada a Albus.

—Pase a la cocina, por favor. Podemos hablar de esto tomando una taza de té. Creo que nos vendrá bien a todos.

—Me temo que no dispongo de mucho tiempo—le informó con calma—. Y opino que lo mejor es no alargar esto demasiado. Debo llevarme a la niña.

Un grito se escuchó nada más el anciano terminó la frase, sobresaltándolos a todos.

—¿Qué?—exclamó una joven niña de unos siete años que acababa de aparecer en lo alto de la escalera—. ¡No pude llevársela!

Su cabello, normalmente de un rosa chicle, ahora se encontraba de un tono rojo brillante.

—Dora—la regañó su padre—. Te dije que te quedaras en tu habitación.

—Pero no es justo. Es mi nueva hermanita.

El ver a Nynphadora a punto de llorar no hizo más que aumentar los sollozos del pequeño bebé, que tenía la cara tan roja como el cabello de su prima.

—Tonks, cariño, Amelia debe irse. He tratado de explicártelo.

—Pero... ¿A dónde irá?—preguntó entre lágrimas, mientras, ya abajo, abrazaba a su padre con fuerza—. ¿Podremos ir a verla?

—Dora, cariño—dejo Ted agachándose para consolarla—. Algún día volverás a verla, te lo prometo. Amy estará bien.

Finalmente, Ted se despidió de su sobrina dándole un beso en al frente y se fue con Dora, para asegurarse de tranquilizarla completamente.

—Siento mucho todo esto Andrómeda—se disculpó Dumbledore—. Pero si se queda sufrirá. Lo sabes. Todo el mundo sabe lo que hizo su padre por Voldemort. Y se ha ido pero el daño causado sigue allí. Es muy pequeña y si permanece aquí nadie la verá como Amelia Black. La verán como la hija del asesino Sirius Black.

—Lo sé—suspiró dolida la castaña mujer—. Aún no puedo creer que Sirius fuera capaz de algo semejante. Pero, ¿está seguro señor? ¿Estará a salvo si la dejamos sola en ese orfanato? No me gusta ese lugar. ¿Qué pensará la pobre niña? Va a quedarse completamente sola. Con nosotros al menos tendría una familia.

—Te repito que lo siento Andrómeda. Es el Ministerio de Magia el que ha pedido que, al menos hasta que tenga la edad para recibir su educación mágica, permanezca lejos por su seguridad. Entonces podrá asistir a Hogwarts, donde nos aseguraremos de que permanezca a salvo y le proporcionaremos la instrucción que necesita.

—Esto no es solo por Sirius, ¿verdad?—inquirió la mujer, desconfiada—. Desde hace mucho tiempo querían llevársela pero Sirius y Cassandra estaban para impedirlo.

Dumbledore la observó unos segundos antes de responder.

—Me temo que no puedo darte esa información.

La señora Tonks bajó la mirada para ver a la hija de su primo, que finalmente había terminado por dormirse en sus brazos.

—Es igual que su madre, ¿verdad? Es por eso que quieren alejarla. Para asegurarse de que no pueda encontrarla si es que aún está vivo. Y para asegurarse de que ningún Mortífago venga a buscarla.

Dumbledore no negó la afirmación de Andrómeda.

—Me temo que todo es demasiado resiente—hizo una pausa durante un momento. Dándole tiempo a la mujer para despedirse de la pequeña—. Debo irme ya. Se hace tarde.

Esperó a que le entregara la niña y, al igual que había aparecido en la casa de los Tonks, desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

En la oscuridad que inundaba las frías y húmedas calles de Londres, Dumbledore dejó a la pequeña Amelia Black, de tan solo unos meses de vida, envuelta en mantas en la entrada del antiguo Orfanato Radcliffe, donde pasaría los siguientes diez años de su vida. El anciano director dejó a su lado una carta y, a continuación se despidió de la niña, que dormía profundamente.

—Buena suerte a ti también, Amelia—dijo antes de desaparecer.

El secreto de Amelia BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora