Slave of Creepypastas.

Capítulo XI.

El viento soplaba contra los cristales con fuerza. El cielo, que llevaba toda la semana de un suave color gris, ahora se presentaba oscuro, entre el negro y el morado, augurando una gran tormenta. Llevaba ya varios días fuera, recuperándome en casa de las heridas sin más complicaciones que esporádicos dolores de cabeza.

Me apoyé en el marco de la ventana, dejando mi frente contra el cristal, que ahora estaba helado y aliviaba un poco el enorme dolor de cabeza que me había dominado durante horas.

A mi lado, tumbado en mi cama y con el brazo por encima de los ojos para evitar que la luminosidad empeorase su jaqueca, estaba Jay. Desde el incidente en el que todos acabamos en el hospital Jay no había dejado de visitarme, llegando a forjar una gran amistad. Alex se negaba a hablar con nosotros, decía estar muy ocupado.

Suaves y ligeras gotas comenzaron a caer sobre las calles, mojando el pavimento y dejando que por los resquicios de la ventana se colase ese agradable olor a lluvia. Todo estaba tranquilo y nada perturbaba la calma que reinaba en las calles. La gente corría intentando guarecerse de la lluvia que acababa de llegar. A lo lejos se podía ver el bosque, que brillaba más verde con las gotas que caían sobre él. Un espectáculo de gris y verde, negro y morado, que entre truenos y relámpagos se fundían con la tarde.

Giré por unos segundos y observé a Jay, que seguía tirado en la cama, intentando huir de la escasa luz que se colaba por la ventana. Con los ojos entrecerrados, y algo llorosos me observó por unos segundos.

    —¿Si nos tomamos otra pasará algo?

Sonrió ante mi pregunta, llevábamos ya más de dos pastillas en menos de dos horas. Simplemente se encogió de hombros y señaló el bote blanco sobre mi escritorio. Lo alcancé, ya desesperada por librarme de ese horrible dolor de cabeza. Lo lancé y él lo tomó al vuelo, sin dudarlo ni un momento cogió una de las píldoras y la tragó sin agua. Volvió a acomodarse, apoyando la espalda en la almohada.

Por el rabillo del ojos fui capaz de captar un ligero movimiento fuera, en la calle. Devolví la atención al exterior, buscando aquella forma extraña que se había movido. Un chico, con una chaqueta de color marrón anaranjado paseaba por la calle con la cara oculta por el pelo. Era alto, y me resultaba extrañamente familiar.

Le observé por unos segundos hasta que el chico, ya fuera por azar o porque en verdad se sentía observado, alzó el rostro y miró directamente hacia mi ventana. Un escalofrío me  recorrió el espinazo y mi cara pronto se enrojeció con violencia por la vergüenza. Me retiré de la ventana, y por unos segundos creí reconocer en sus labios una sonrisa cómplice que hacía que mis piernas temblasen y mi corazón se acelerase sin un motivo aparente.

Para mi mala suerte, Jay esta vez me observaba con ojos algo más abiertos en un vano intento por comprende  mi sonrojo. Me senté a su lado, concentrándome en devolver a mis mejillas su tono habitual. Levanté mi brazo y le di un pequeño golpe en el hombro.

    —Venga, Jay. Hagamos algo, salgamos  a dar una vuelta o tomar algo.

Se revolvió en la cama, desde luego no quería salir de casa pero la situación era un aburrimiento soporífero y requería sin duda alguna ser resuelto. Con pereza y malas caras , Jay se convenció de ponerse la chaqueta para salir. Un poco de aire fresco nos sentaría bien a ambos. Me puse la chaqueta yo también, y dejé a Jack una nota con letra rápida y algo deformada avisándole de que habíamos salido. Desde el incidente en el que los tres habíamos acabado  en el hospital, Jack había comenzado a ser mucho más protector. Me había hecho prometer que avisaría cada vez que saliera de casa  y que intentaría mantenerme los más alejada posible de Jay  y Alex. Respecto a Alex, no había sido difícil mantener la promesa , ya que era él mismo el que no quería estar  con nosotros. Jay era otra cosa. Le había cogido cierto cariño y habíamos llegado a hacernos buenos amigos en poco tiempo. Parecía que Jack era más o menos tolerante con su presencia. Me imaginé la cara que podría llegar a poner cuando leyese aquella nota y contuve una ligera risita.

Salimos por  la puerta  y parecía que la lluvia había arreciado. Ahora algunas gotas caían solitarias y heladas sobre nuestras desprevenidas cabezas desde lo alto del tejado. Recorrimos las calles dejando que el viento nos desperezase con su frescura. El aire dejaba escapar su fragancia con el inconfundible olor de un día de  lluvia  en el que la tierra adquiere un olor más potente y la madera se ensancha.

Pasamos  de largo un pequeño parque de columpios oxidados y suelo lleno de matojos. Recorrimos una gran avenida y con el frío húmedo metido por debajo de la ropa, fuimos directos hacia una pequeña cafetería. Al entrar, el reconfortante olor  del café recién hecho y los murmullos constantes de conversaciones ajenas nos recibieron. Nos sentamos en una mesa cercana a la barra, donde un chico de camiseta negra y una chaqueta marrón apoyada en el respaldo, devoraba un pedazo  de tarta  de queso mientras ojeaba sin demasiado interés el teléfono móvil. Era el mismo chico que había visto a través  de la ventana. Giró momentáneamente la cabeza y me miró. Nuestros ojos se encontraron y un brillo extraño los recorrió veloz. A parte de esa misteriosa mirada no dio señal alguna  de que me reconociera, por lo que me senté bastante más tranquila junto a Jay.

Pedimos un café y al rato Jay se fue al baño. Nada más abandonar la mesa el chico que estaba en la barra se giró, dedicándome una traviesa sonrisa mientras se ponía la chaqueta. Se dirigió hasta la puerta y con una última mirada y un guiño, que hizo que la piernas volvieran a temblarme y el corazón se me acelerase, se marchó.

El café pasó rápido, y completamente salpicado con el recuerdo de aquél chico. No tardamos mucho en irnos a casa. Pero algo extraño pasaba, algo no iba bien.