IGLESIA, FE Y PANDEMIA

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IGLESIA, FE Y PANDEMIA

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IGLESIA, FE Y PANDEMIA

"But that was just a dream", Losing my religion, R.E.M.

El domingo pasado, 25 de julio, se celebró el santo de Santiago Apóstol o Santiago el mayor, y que cuando cae domingo, como fue esta ocasión, la Iglesia Católica celebra lo que llama el año jubilar. Para esos años que coincide – que pueden suceder unas 14 veces en el siglo – la Iglesia otorga la indulgencia plenaria, esto es el perdón de todos los pecados a los fieles que cumplan con 3 requisitos: peregrinen a Santiago de Compostela (noroeste de España), se confiesen y comulguen, y además recen por el Papa. Este año de pandemia la Santa Sede anunció que el año jubilar se prolongará también el año 2022.

El 2001 con un amigo, compañero del colegio católico en el cual estudiamos decidimos recorrer España y la excusa perfecta que encontramos fue realizar el camino de Santiago. Después de ir al Vaticano y a La Meca, es la tercera peregrinación religiosa más concurrida. Aterrizamos en Barcelona y de ahí nos fuimos a País Vasco donde arrendamos un auto e iniciamos nuestro propio "camino" ,recorriendo pausadamente Navarra, La Rioja, Castilla y León hasta llegar a Galicia siguiendo el indicador característico del camino (la concha de vieira, ícono de la ruta Jacobea) en un viaje lleno de disfrute y aprendizaje.

La verdad es que nuestra curiosidad iba más bien por la aventura, la cultura y gastronomía española que la fe, pero el día en que finalmente llegamos a la imponente catedral de Santiago de Compostela me fue imposible soslayar la religiosidad que se vivía en ese lugar. Mi alejamiento de la Iglesia Católica había comenzado paulatinamente años antes, pero ya estando ahí decidí confesarme y comulgar. En cierta forma ahora que lo pienso fue una especie de ceremonia del adiós de mi credo católico y de todos sus ritos, pues de ahí para adelante mis encuentros con la Iglesia se limitaron a matrimonios y funerales. Sin embargo, durante muchos años de mi juventud, como tantos de mi generación, me sentí bastante ligado a la Iglesia Católica, no tanto por un sentido de trascendencia sino que particularmente por el rol decisivo que jugaba durante la dictadura militar, donde realmente se convirtió en ese periodo en la voz de los sin voz. Esto lo pude refrendar esta semana en la visita guiada que hicimos con mi hijo al hermoso y siempre conmovedor Museo de la Memoria donde, en un lugar destacado del recorrido está toda la información sobre el papel que desempeñó la Vicaría de la Solidaridad y el rol ejemplar y excepcional que le cupo al cardenal Silva Henríquez en la defensa de los derechos humanos.

Paradójicamente algo ha sucedido con la Iglesia Católica en estos tiempos. En simple me parece que ha enmudecido. Es curioso constatar como en esta época de pandemia, de pobreza, de incertidumbre, de temor por la muerte, pero también de una política algo revuelta y vociferante su voz no se ha escuchado. Ni una palabra de aliento. Ni una directriz que señale un camino o una posibilidad. Ni un sacerdote valiente al cual le podamos creer. Sencillamente esto se debe porque no hay estatura moral para hablar.

Se dice que la modernidad trajo consigo una mayor secularización en la sociedad, pero creo que el sentimiento religioso no se ha retirado de las personas; son las instituciones las que sí han palidecido por sus propios errores. En el caso de la Iglesia Católica en particular, su declive como institución comenzó con la seguidilla de denuncias por delitos y crímenes cometidos por sus clérigos y el silencio y complicidad de sus miembros y cuyo paradigma en el caso de nuestro país fue el sacerdote Fernando Karadima, fallecido esta semana, el cual murió sin haber pedido perdón a sus víctimas ni haber sido sancionado penalmente.

Por mi parte con el tiempo he ido practicando, más que una religiosidad determinada, un sentido de espiritualidad, que me ha servido para conectarme con un universo a ratos resonante, a ratos indiferente. Además para practicar el agradecimiento, en aquellas cosas buenas que te suceden, pero especialmente las no tan buenas. Y finalmente para tratar de mantener siempre vivas en mí aquellas viejas preguntas: ¿para qué? ¿Hacia dónde? ¿Y después qué?

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