COLEGIO Y PANDEMIA

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COLEGIO Y PANDEMIA

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COLEGIO Y PANDEMIA

Mientras observo a mi hijo conectado a su PC teniendo clases online pareciera que mi época colegial fue en el medioevo. Son tantas las diferencias entre un tiempo y otro que a veces debo hacer ingestes esfuerzos por explicarle la importancia capital que tenía para nosotros un diccionario (en libro) para el aprendizaje o lo que significaba en la disciplina un trozo de tiza (¿qué es tiza?, ya es toda una cuestión) volando por los aires en dirección a una cabeza.

En la versión 2020/pandemia, los contenidos educativos son entregados en el caso del colegio de mi hijo vía online, con algunos mínimos requisitos, de asistencia, que estén vestidos (no en pijama) y que tengan su cámara prendida. La plataforma favorita que utilizan es meet y los profesores además de hacer las clases, algunos los apoyan en un esfuerzo estimable con tutoriales propios. Las reprimendas son inexistentes y si existen son a modo bastante general. Obviamente esta es una parte del Chile conectado, pues otra no menor no tiene ni siquiera acceso a internet o éste es muy deficitario.

Salí del colegio hace algo más que un cuarto de siglo, con 16 años. Y con 17 años me fui a estudiar a la Universidad a otra ciudad. Ahí está la primera diferencia. Por una parte imagino a muy pocos chicos (as) de esta generación saliendo a enfrentar decisiones importantes a una edad tan temprana. Pero por otra parte, que bueno que no sea esto así. ¿Quién puede o quiere decidir algo relevante cuando se tienen 16, 17 o incluso 18 años?

Los castigos físicos es otro gran tema. Estaba en quinto básico cuando recibí mi primera cachetada de parte de la recordada –por muchos- monja Eloísa, que en paz descanse. Reglazos en la mano, palmadas en el trasero, bueno y las tizas blancas y de colores volando en dirección de nuestros cuerpos eran algo habitual. ¿Será que éramos niños particularmente revoltosos? Para nada. ¿Era mi colegio entonces una especie de centro de tortura? Absolutamente no. Eran los tiempos. Mis padres y los padres de mis compañeros por supuesto sabían todo esto que acontecía (probablemente ellos mismos lo habían vivido también y peor) y ninguno iba a decir nada.

Cuando estaba en 3º básico un compañero de curso me tenía de casero. No recuerdo si me pegaba, solo me molestaba o todas las anteriores pero yo lo pasaba mal. Era parte del paisaje escolar de esos años. Un primo mayor fue al colegio a encarar al muchacho. No sé qué le dijo, pero nunca más me molesto. Nadie aplico ningún protocolo anti bulling ni nada por el estilo, simplemente porque esas palabras, protocolo y bullyng no existían.

Al colegio me iba con mi padre pero volvía solo a casa. De chico. Y mis compañeros que venían de fuera de la ciudad, San Felipe, tenían que tomar micro. Nada de furgones amarillos. Tampoco existían. Y usábamos bolsones y algunos unos maletines que se apodaban "james bond" en honor al agente secreto para el transporte de nuestros útiles. Las mochilas que existían eran solo para excursionistas. Y el uniforme era común para todos los colegios, a lo más se diferenciaban en el color de la camisa (celeste o blanca) pero para saber de qué colegio eras bastaba solo mirar la insignia, cosida en la solapa de tu vestón por tu propia madre.

Usábamos textos escolares comunes para todos, que se podían heredar irreprochablemente de tus hermanos mayores o de otros chicos y perfectamente el cura orientador de tu colegio podía resistir los comentarios, ¿maliciosos? , que se repetían año tras año, de generación en generación que decían que cuando lo ibas a ver le gustaba sentar a los niños en sus pantalones o que les hablaba demasiado cerca de la cara.

Ahora casi todo ha cambiado.

Ya no hay maltrato físico y cualquier atisbo de abuso sexual es denunciado. Son cambios muy positivos y dignos de aplaudir. Sin embargo no sé por qué algo me dice que tanta facilidad de acceso en la entrega de los contenidos, tanto cuidado por las formas haga que la generación forjada en pandemia tal vez no vaya a visualizar de la debida forma, la importancia del esfuerzo, la disciplina, la perseverancia, la bendita tolerancia a la frustración, incluso lo que significa la puntualidad, todos sinónimos de aprendizaje en la vida y de una buena fortaleza sicológica.

Pero, por otra parte sin embargo hay cosas que no cambian. La importancia del grupo. De sentirse aceptado. El cariño por un buen profesor o profesora ya sea virtual o real. La importancia de contar con el recreo como lugar de diversión, de crecimiento social, de validación ante los pares. El relajo que da una tarea bien hecha y presentada a tiempo. La alegría de una buena nota. El compañerismo. La emoción del primer día de clases y la tristeza del último. Cosas que en gran medida lamentablemente éste tiempo confinado le ha quitado a nuestros hijos (as) y que todos los que somos padres esperamos con ansia que regresen pronto.

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