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—Después de eso, vinieron la batalla, la enfermedad, y finalmente la caída de Xian Le. Los que quedaban, a excepción de la familia real, se unieron a las filas de Yong An y comenzó la persecución.

La voz de Qi Rong era plana, sin emociones, como si hubiera vuelto a ser aquel príncipe cautivo cuyos últimos rastros de inocencia fueron arrancados con la tortura y la humillación sufridas en ese tiempo. Este era el último de los secretos de Qi Rong, la única cosa que nunca tuvo el valor de decirle a nadie, ni siquiera a Ye HuangFei; y finalmente lo había revelado a la persona más inesperada de todas.

—No tengo que decirte lo qué sucedió después— dijo, para dar fin a su relato.

Qi Rong había muerto a manos de la gente de Yong An, y el odio que sentía por ese reino fue tan grande que le permitió resurgir como un fantasma que alcanzó el rango de Ira y se estancó allí, dedicando sus esfuerzos a comandar los diversos ataques contra el reino hasta que todo eso culminó con la masacre del Banquete Dorado que los llevaba hasta este momento en el que se encontraban.

Ye HuangFei tenía razón: había estado solo mucho tiempo.

Lang QianQiu se mantuvo en silencio, asimilando todo lo que había escuchado, haciéndose a la idea de lo que sus antepasados habían hecho para construir su patria, absorbiendo el territorio que habían conquistado. Como dios marcial, no era ajeno a las consecuencias de la batalla y a cosas desagradables como la toma de rehenes, pero esto... de alguna manera, tocó lo más profundo de su ser. Se sorprendió a sí mismo viendo a Qi Rong por primera vez como una víctima y no como el verdugo que había estado cazando.

Sin embargo, no olvidó que el fantasma frente a él era ambas cosas.

—¿An Le sabía que eras un fantasma? —preguntó al fin.

—Sí, lo sabía —dijo Qi Rong—. No era estúpido, pero sí demasiado creyente. Y sin importar lo lista que sea, la gente creyente siempre es la más manipulable.

—¿Y él...?

—Nadie sabe lo que acabo de decirte. Eres el primero, y vas a ser el último al que se lo diga.

—¿Por qué?

Qi Rong observó a Lang QianQiu. No había ira, resentimiento o incredulidad, ni siquiera burla; no había absolutamente nada de lo que el Supremo del bosque había esperado ver. Lo que encontró en su lugar... fue piedad. A pesar de estar muerto, sintió una punzada en el pecho que lo hizo dar un paso atrás, como si hubiera sido apuñalado.

—Necesitabas respuestas, ¿no? —dijo Qi Rong—. Necesitabas saber porqué orquesté la muerte de tu familia, porqué quería sumir a Yong An en la miseria. Por qué usé a tu mejor amigo y lo puse en tu contra. Pues ahora, ya lo sabes.

La molesta punzada se convirtió en un dolor sordo, similar al que había sentido cuando Gu Zi renació como fénix, y la alarma sustituyó todo lo demás. Aquello solo significaba problemas, por lo que se dio media vuelta y salió corriendo, dejando a Lang QianQiu en el cementerio. Si el dios quería y estaba dispuesto, podían seguir hablando al respecto. Ahora tenía otra urgencia en mente.

Criando un fénixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora