Esencia: Parte 4

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     Lara abrió los ojos temerosa y desconcertada, dentro de una amplia habitación que no había visto jamás. Tardó unos segundo en analizar las cajas y cañerías a su alrededor antes de ponerse de pie. Sentía que estaba en un sueño, pero no; recordó las palabras de la sombra y lo entendió mejor, o al menos todo cuanto pudo entender. Aún seguía anonadada por el misticismo de los jedi y de sus prácticas extrañas y peligrosas... en un principio había pensando firmemente en que estar rodeado de ellos significaba estar en paz y tranquilidad, libre de problemas y totalmente segura, y esa fue una de las primeras razones por las cuáles decidió ayudar a Dans aquella vez, hace ya tanto tiempo, cuando se conocieron en los Niveles Bajos. Pero poco a poco se dio cuenta de que la guerra tenía embriagados a Los guardianes de la paz, y que lejos había quedado esa visión idílica que antes había tenido. Aún así no podía quejarse, por más penurias que ahora estuviera pasando, sabía que lo hacía por él, por Dans, por el chico que apareció de la nada un día mientras atendía su puesto de comida en la zona común, por el loco que saltó de un edificio en llamas, por el hombre que le había dado calor al dormir junto a ella. No habían llegado más lejos, no cruzaron la línea, se habían mantenido siempre jugueteando entre mordisquitos y besos, caricias en los lekkus y el pecho, y yacer abrazados hasta que amaneciera.
     Oyó un estruendo fuera de la habitación, en el pasadizo metálico. La luz dorada del exterior se pintó sobre el suelo al entrar por el resquicio. Unas sombras irrumpieron con violencia, Lara se escondió detrás de unas mallas rojas y redes enmarañadas, protegida por la esquina de un alto casillero. La puerta se abrió de golpe estampándose contra la pared; una pareja ingresó a la habitación, furiosa, con el fuego ardiéndoles en los ojos.

     —¡Argh! Carajo, esos dos bastardos jamás hablaran —dijo la mujer. Llevaba un polo altamente escotado, dejando entrever los bordes interiores de sus senos, tenía el cabello rojo como la sangre y la piel blanca como la leche—. Tenemos que pensar en otra forma, no importa cuánto los golpees, simplemente no hablarán.

     —Siempre hay una forma —le dijo el hombre, alto, con la piel negra como el carbón y dos cicatrices en el mentón. Llevaba unas gafas de sol gruesas y varios anillos de oro en los dedos—. El grande es quien sabe todo. El mayor. El que tiene la gabardina.

     —Su nombre era algo raro... —agregó la mujer.

     —El nombre no, su apellido lo era —corrigió él.

     —Vicente... Viseri... ¿Cómo se pronunciaba?

     —Bisetti. Tiene apellido italiano el muy hijoputa —se sentó sobre una silla acolchada colocando los pies sobre la mesa que tenía al frente—. Pero eso es lo de menos. El jefe ya anda exigiendo avances, no sé qué coño le vamos a entregar. Si le decimos que no tenemos nada nos disparará y si le decimos que tenemos algo... su perro nos delatará. Maldita sea Gina, te dije que no debíamos aceptar su trabajo.

     —Era una buena pasta, setecientos mil dólares no te caen todos los días.

     —Tengo tremendo estrés por tu culpa. Y ya casi estamos agotados de tiempo, más te vale conseguirme algo o también estarás de patitas a la calle, primor —encendió un gran puro que llevaba escondido dentro del bolsillo de su chaleco táctico.

     —Yo puedo quitarte ese estrés... —le dijo pícara, acercándose con sensualidad.

     —Si tanto quieres que te coja, deberías quitarte la ropa —rio levemente, extasiado.

     —Señor —interrumpió un soldado, desde la puerta. El hombre se volteó hacia él con la mirada asesina—. Disculpe, señor. Pero... —miró hacia detrás suyo. Abrió por completo la puerta y siete hombres entraron a paso raudo, dos de ellos iban encadenados y magullados, con una bolsa de tela marrón tapándoles la cabeza.

Entre Estrellas: A Star Wars Fan History IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora