Prólogo

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La oscuridad fue una constante en mi vida desde ese día, y aunque en ese entonces creí que siempre sería así, me equivoqué; gracias al cielo me equivoqué. Sin embargo, para entender la luz, primero hay que navegar la oscuridad, y yo sí que la navegué, tanto que incluso llegué a casi naufragar perpetuamente. Esa noche, la noche en que entendí lo que me pasaba, no tenía más que doce años y yo no tenía ni la menor idea entonces, pero eso que estaba viviendo no era más que una piedra en el camino, un suceso necesario para acercarme al mundo que siempre negué, pero al cual estaba destinada a llegar. Esa noche yo supe que quería morir. Y sí, no es algo de lo que me sienta orgullosa, pero gracias a ese sentir fue que hallé mi luz, mi komorebi; y por eso, para entender mi viaje y la magia que logré crear, primero, deben conocer mi sentir de ese día, porque sé, que más de uno se logrará encontrar allí también.

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Durante la noche me hallé en mi habitación con la mente nublada de infelicidad, completamente perdida en ese mar de realidad en el que se me había abandonado desde su partida perpetua sin saber qué hacer. Por mi barrio hablar de mis pensamientos sería un escándalo, y más a mi edad, joven pero también empezando a vislumbrar la adultez; esa misma que era tan problemática e incomprendida. La cuestión era que a mis doce años estaba segura de haber visto más oscuridad que cualquiera de los habitantes de mi edificio, y, posiblemente, de la cuadra entera; cosa que me hacía superior..., en desgracia al menos.

Yo sentía que no encajaba con nada de aquello que se llama vida.

El pecho me crujía, seco, agrietado, completamente deshidratado de pasión, de amor, de chispa; tenía mi vida desprovista de cualquier bondad, cualquier virtud, don, o mínima alegría que pudiera cambiarme la visión y el sentir de mi existencia. Era incapaz de interesarme en alguien que no fuera yo y en ese abismo desenfrenado que me crecía en el centro del pecho sin tregua alguna; aquel que me consumía a diario con más fiereza cada vez.

Caminar por las zonas donde nos conocían, donde supieron lo que sucedió se convirtió en un suplicio; encontrarme con sus ojos, esos ojos... no hacía más que incrementar mi infortunio; cuando los encontraba en el pasillo era todo un festival de lamentos y pesares, y no importó cuánto intenté reinventarme cambiando mi corte de pelo o mi estilo de ropa, esas miradas no mermaron, y los susurros, ni se diga. Era impresionante todo lo que se decía de mí en el edificio; de mí y de mis padres... que, sin yo quererlo, eran dañados también por mi propia miseria, siendo sumidos en mi mugre, mi cochambre inmunda.

Desprovista de cualquier esperanza, no lograba más que ver un solo camino en mi vida; era como si todas mis posibilidades se hubieran cerrado, y no pudiera más que caminar en una línea recta —sin poder de decisión— a aquel vacío oscuro..., a ese purgatorio.

Yo ya no veía la bondad en el mundo.

Y lo intentaba, de verdad que lo hacía —porque sentir que una oscuridad rondaba los pasillos de mis cuevas internas y crecía, inmarcesible, volviéndolas cavernas de infortunio, tan pesadas como la gravedad en el centro de un agujero negro, no era algo agradable—, lo intentaba, pero fracasaba. Yo ya no la veía, no creía que existiera aún en algún lugar; para mí, el despertar y caminar era adentrarme cada vez más en la pesadilla más oscura que el inconsciente colectivo pudiera crear.

La mente se me llenaba de pensamientos así aun cuando dormía; era incapaz de encontrar algo bueno en la existencia, y la desesperación era tal que el vacío pendenciero que me crecía en medio del pecho a diario, sin tregua, y que progresaba con una inadmisible rapidez, insistía con derrotarme, con drenarme la vida misma, hasta el punto en que no podía existir ni en el recuerdo de mis padres o el amor que ellos insistían con mostrarme a diario y que yo no veía, ni mucho menos entendía.

Las voces eran terribles, esas voces sin forma y sin sonido, pero que gritaban con extraña exactitud y claridad, haciéndome querer abandonarme en cualquier esquina, desfalleciendo; sus gritos me congelaban hasta el pensamiento, y sentía cómo cada gota de cordura se escapaba por las mil grietas que esos gritos habían hecho en mi cabeza.

Tenía mi pecho pletórico; tenía tanto por decir, tanto por expresar..., pero, a la hora de intentarlo la voz se me estrangulaba sola, se silenciaba y nada salía. Nada. Pero sí se albergaba en ese agujero negro que ya casi se había tragado toda la luz en mí.

Siempre fui muy de ciencia, muy racional, y por ende siempre fui de hallar la explicación a todo, y hasta no demostrarlo no quedaba tranquila.

No obstante, como todo en la vida, nunca se tiene la última palabra, y aun cuando existe una ciencia que ayuda a todos aquellos que son consumidos por el dolor y la locura, no pude tener más certeza que la psicología y la psiquiatría no eran más que un somnífero, un distractor que alejaba por cortos periodos de tiempo, a través de sesiones y pastillas, todo aquello que nos absorbía la vida. O, al menos esa era mi verdad; allí nunca encontré alivio.

Esa locura que parecía recorrerme las venas con cada vez más fuerza, era todo menos ciencia, todo menos algo explicable, ni mucho menos tangible; la medicina y los antidepresivos que me diagnosticaron, jamás desaparecieron ninguna de esas cosas, y no importó cuántos barbitúricos tomé, o cuántas horas dormí, los recuerdos, los sentimientos y la infelicidad que respiraba a diario, jamás se alivianaron.

Por eso la ciencia no podía decir que me entendía, que conocía, o que tenía idea de lo que era sentir espinas atravesándole la existencia misma, porque, para empezar, aunque nunca lo creí, aunque para mí eso no era más que misticismo y una explicación fantasiosa de los filósofos, esa noche sí lo tuve muy claro. Ese fierro hirviendo que insistía con torturarme diariamente, no me hería el corazón o la mente, sino algo más profundo, algo que yo no veía pero que ahora podía sentir con absoluta certeza, algo que no podía tocar pero que hacía tan parte de mi como mis brazos o mis piernas. Lo que a mí me dolía era el alma, y no entendía cómo no lo había comprendido antes si la respuesta la tenía hasta de nombre.

Y yo, para eso, paraese dolor, no tenía solución.

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El inicio de esta historia. Gracias a todos por leer y darle una oportunidad.

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora