23. Aymé Couture

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Llevábamos cerca de cuatro semanas de vacaciones y yo no lo sentía así para nada. No había conseguido trabajo de medio tiempo, pero trabajaba a tiempo completo: en la mañana y tarde, en la biblioteca; en la tarde noche, en casa de Ezra y sus hermanos, como guardián. Estaba agotado.

Ese día, me dije, quería divertirme, hacer algo diferente que no fuera solamente ver libros, abrir cajas, pintar paredes, colgar cortinas; quería cambiar un poco la rutina en la que estaba metido. Pero no tenía mucho qué hacer tampoco. A los hermanos Abadie no los pude ver más que un día, y estaba tan agotado que me la pasé dormitando películas; a Ezra lo veía por espacio de 2 minutos donde le informaba sobre sus hermanos; a Alma, que, si bien no era mi amiga, parecía mucho que quería serlo, no la volví a ver después de ese domingo. A la larga, no veía a nadie por mucho tiempo, al único que tenía que ver, quisiera o no, era a Clement, quien después de ese día en su casa, había cambiado tanto su actitud hacia mí que ni siquiera me permitía odiarlo. Me sentía aburrido, cansado, estancado, y con ganas de plantar un gran beso en la boca de alguien que me sacara de esa masacre de cotidianidad en la que me encontraba.

Pero ni prospectos tenía.

Llegué esa mañana a la biblioteca, sin falta, para arreglar más de todo lo que hacía falta arreglar. Cuando aceptamos el trato del director, no pensé que fuera a ser tan desafortunado —en el sentido del esfuerzo, claro—. Ese viejo zorro no nos dijo que tendríamos que cambiar mesas, estantes, cortinas, libros, órdenes de todo, etc; había que hacer de todo, y entre tres personas, porque las otras personas que se encargaban de todo el trabajo peligroso como taladrar o colgar cosas altas, ya habían terminado —al menos hasta donde podían—; eso resultaba ser agotador. ¡Esa biblioteca era más grande que el colegio!

Llegué primero, como siempre. Clement llegó después de unos minutos, con la sonrisa pegada al rostro, muy diferente a lo que yo tenía puesto ese día. A diferencia de mí, Clement se veía brillante, como si estuviera feliz; lucía renovado, tranquilo... se veía tan tranquilo que se me hizo extraño.

—Buenos días —saludó a la vez que abría de golpe la puerta.

—¿Y a ti qué bicho raro te pico, mocoso? —le preguntó Zoe.

—Es verano, hace un buen día, debo venir a ayudar a ordenar libros... ¿no es buen motivo para estar animado?

Zoe caminó hacia él, y al alcanzarlo aplastó sus mejillas con una sola de sus manos.

—No estarás ebrio, ¿verdad? Porque te juro que no respondo.

—Este soy yo de buen humor, Señorita Zoe —arrugó el ceño—, no me lo dañe desde tan temprano, por favor.

—Anda, corre al pasillo del fondo entonces —lo liberó—, ya dejé algunas cajas que debes organizar —se detuvo de golpe—¡Ah! Ten la bondad de abrir esas cortinas, necesito luz en este lugar, ¡luz!

—A su orden.

—De verdad que no te conozco hoy —le dijo, y no pude estar más de acuerdo. Empezó a caminar hacia el lado contrario—. Pero me gusta este "".

—Y a mí —le confesó.

—Cierra el pico —lo regañó, divertida—. A trabajar.

—¡Sí, señorita! —le respondió, militar, pero soltó la risa en cuanto se volteó.

Giré sobre mis talones y eché un vistazo a la biblioteca. Me di cuenta entonces que mi percepción de la mañana, antes de llegar a la biblioteca, no estaba bien del todo; que eran más los libros puestos que las cajas llenas, que los estantes comenzaban a tener vida y no polvo, y que la luz comenzaba a reinar en aquel lugar al que parecían invadir las tinieblas de polvo y hongo. Me di cuenta entonces que estábamos cerca de terminar; por mucho, faltaban dos semanas, o eso estimaba yo. Y quise sentirme afortunado por aquello, pero seguía sintiéndome tan gris ese día...

Bitácora de Alma: KomorebiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora